Orlando Rodríguez, Premio Alfaguara 2008



Antonio Orlando Rodriguez ganó el Premio Alfaguara del 2008 con su novela Chiquita.



Un jurado compuesto por Sergio Ramírez, Ángeles González-Sinde, Jorge Volpi, Guillermo Martínez, Ray Loriga y Juan González le otorgó el galardón por considerar que:

es una novela a la vez elegante y llena de vida, con una notable gracia narrativa y una imaginación sin descanso, que despliega, como una inmensa partitura de ejecución precisa, la época y la vida de un personaje extraordinario, la liliputiense cubana Espiridiona Cenda, bailarina y cantante de los teatros de variedades de principios del siglo xx, llamada en su vida artística ‘la muñeca viviente'. ‘La novela, concebida como una autobiografía dictada en la vejez a un periodista que trata de cotejar verdad y exageración de cada peripecia, avanza desde la infancia de Chiquita en la Cuba del esclavismo y la colonia a su salto, en la primera juventud, a los escenarios más importantes de Estados Unidos y Europa, con el trasfondo a la distancia de la guerra de los mambises por la independencia y las intrigas diplomáticas que envuelven a la protagonista. Por detrás del afán de Chiquita en retratarse como una gran estrella siempre brillante, se deslizan de a poco las sombras de la decadencia, los desengaños amorosos, la lenta relegación a las ferias de freaks, y el drama íntimo de una artista que no quiere resignarse a ser exhibida como un mero fenómeno de circo. Una novela ambiciosa que reconstruye la época de máximo esplendor de los teatros de variedades, y logra traer otra vez a la vida, en todo su genio, su crueldad y su encanto, a un personaje inolvidable


El premio incluye $175.000, una escultura de Martín Chirino y la públicación de la obra bajo el sello Alfaguara en todos los paises que esta presente.

Antonio Orlando Rodríguez ha publicado la novela Aprendices de brujo (Alfaguara, 2002, Rayo/HarperCollins, 2005), los libros de cuentos Strip-tease (1985) y Querido Drácula (1989) y de la obra de teatro El León y la Domadora (1998).





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Cruz de Olvido publicada en España



Cruz de Olvido de Carlos Cotrés fue recientemente reeditada para el mercado español por la editorial 27 letras.


La editorial 27 letras reeditó en enero de este año (2008), en España, la novela Cruz de Olvido del escritor costarricense Carlos Cortés, originalmente publicada por Alfaguara para Costa Rica en 1999. El dossier de prensa de la editorial incluye el siguiente texto sobre la novela:

Después de diez años en la revolución sandinista, Martín Amador regresa a Costa Rica para aclarar la noticia del asesinato su hijo, junto a otros seis jóvenes, en la Cruz de la Alajuelita. Allí se reencuentra con sus compañeros de generación: políticos, jueces, figuras clave de los medios de comunicación, que han alcanzado las más altas esferas de la llamada Suiza centroamericana; país en el que, según se afirma, «no pasa nada desde el Big Bang». Ahora descubrirá la realidad oculta del poder: los excesos, la corrupción, su implicación en turbias tramas internacionales y en el crimen organizado. Su viaje, sobrecogedor y alucinante, por barrios, calles y locales nocturnos de San José es un descenso a los infiernos de la violencia, la decadencia y la miseria moral, donde sólo unos pocos resisten. Martín, a sus cuarenta años, se enfrenta a su tiempo y a sí mismo; muertos los ideales revolucionarios, fallidos los amores de juventud, se aferrará a la tentación del olvido.

«Cortés logra con esta novela una verdadera proeza literaria: darle una imagen política al fin de siglo latinoamericano. Se trata de una entrañable y severa versión de la desintegración de las ilusiones revolucionarias en la América Central. Como en la saga de Musil, la novela diseña el desastre del futuro. Y nos entrega una poderosa fábula vital de la profunda irracionalidad que ha dominado nuestro tiempo, entre la retórica y la corrupción, entre el poder y el suicidio moral.» Julio Ortega, La Nación.

«Viaje a los orígenes y crónica de fin de siglo: esperpento, fábula y novela policial –todo a la vez–, Cruz de olvido se convierte en una de las obras medulares de la literatura costarricense de los últimos años.» Rodrigo Soto, La Nación.

«Una novela muy notable, bien escrita, bien armada. Con buena perspectiva histórica, personal y social», Sealtiel Alatriste, La República.

«Carlos nos demuestra que es capaz de construir un escenario de variaciones múltiples y de sensaciones reales, un ojo que ve como nosotros sentimos que podemos ver», Sergio Ramírez, La Nación.

«Dentro de próximas peregrinaciones se debería incluir alguna a este libro», Blas Dota, La República.

«Una obra que, como ninguna otra, desnuda las malolientes realidades subterráneas de nuestra hipócrita sociedad: su violencia soterrada, su corrupción, su infelicidad sexual», Aurelia Dobles, Revista Dominical.

«Está escrita con una desesperación que en este caso no confabula contra el libro sino que contribuye a hacerlo más apasionante», Elizabeth Subercaseaux, Vanidades continental.
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El suplemento literario del diario español El País, Babelia, publico los siguientes comentarios con ocasión de la edición española de la obra:

Cruz de olvido, por Julio Ortega
Babelia, El País, 16/02/2008
«Hay tanto dolor, que es de reír», escribió un testigo del siglo XVII, y esa definición del mundo al revés anuncia una forma narrativa que conoce hoy su mayor desarrollo. Carlos Cortés (Costa Rica, 1962) ha escrito una novela desolada y poderosa sobre la generación que vio derrumbarse la revolución sandinista en Nicaragua y corromperse la utopía democrática en Costa Rica. Viviendo el contrasentido, Martín Amador («como la mayoría de los periodistas, tenía algo que ocultar») abandona la revolución que también él ha traicionado; reconoce que la culpa es la conciencia, y que la memoria («cruz de olvido») es una economía de la muerte.

De la revolución a las becas del Nacional Endowment for Democracy, los periodistas, «como yo mismo, habían comenzado en la ultraizquierda y terminaron en la ultraderecha, que es la evolución natural». La verdad es sólo una apariencia. Sucesivas máscaras revelan la «conspiración permanente». Al volver a su país, el asesinato de su hijo y los dólares en su cuenta bancaria devuelven a Martín al absurdo “costarrisible”. Le han pagado por adelantado un trabajo sucio (la droga y las armas son el negocio del poder) y la prensa encubre la verdad sobre su hijo.

Lo reprimido regresa con el poder, irrisorio y corrupto. El presidente (el Procónsul) es «sólo nuestra imagen reflejada en un vaso de ron». El simulacro multiplica sets, bares, “gay-tos”. Lo grotesco presupone que la verdad es improbable. «Qué lástima que la verdad no se parezca a la buena literatura sino a la mala y que sea tan mediocre como la vida». La duda y el humor intercambian su crudeza. Réquiem del siglo XX en Centroamérica, esta conmovedora novela hace del horror comedia y de la tragedia espejo.





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¿Quién le teme a Alexander Obando?



La literatura de Obando busca la demolición de la identidad convencional de la nación costarricense.


¿Quién le teme a Alexander Obando?
Juan Murillo
22-2-2008


Vive en un sanatorio abandonado a la sombra del Volcán, en medio de un bosque de enjutos y altísimos eucaliptos donde por las noches se escuchan ahogados gritos. En su mesa tiene una calavera humana para sostener una vela hecha de grasa humana también para iluminar lo que escribe en sus pergaminos. Se sienta a escribir a medianoche con una copa que tiene mitad vino y mitad sangre que ordeña de un rebaño de esclavos sexuales nubiles que mantiene encadenados en el sótano del sanatorio, sometidos por medio de la adicción a drogas terribles. Sus ojos apenas se ven, hundidos como están en las cuencas oscuras, su voz es como el seductor rugido del león hambriento. Vaga por los pasillos solitarios, delirante, desnudo bajo una túnica roja, siguiendo con la mano las tenebrosas notas de una sinfonía fúnebre, un Hannibal Lecter criollo.

Así me comentaba una amiga hace poco que se imaginaba a Alexander Obando luego de haber leído su primera novela El más violento paraíso. Por supuesto, nada podría estar más alejado de la verdad. Obando es un conversador inteligente y espontáneo, lleno de bonhomía. Vive en una casa como otras en los suburbios de San José. Barrigón y barbiblanco como un insólito cruce de Walt Whitman y Lezama Lima, no es para nada el demiurgo demoniaco que se imagina mi amiga. Pero lo que piensa del hombre se deriva de la novela, una novela impenetrable, imposible de resumir sin sentarse a pensarlo por lo menos dos horas. Cuando se les pregunta que recuerdan a sus lectores, siempre hablan de cosas terribles, estampidas de osamentas, fetichistas de pies sucios, evisceraciones de niños. Las típicas emociones residuales son el miedo, la confusión, el asco, la fascinación, el morbo.

Para este año se espera la publicación, por parte de la Editorial Costa Rica, de Canciones a la muerte de los niños, la segunda parte de la trilogía que comenzó con El más violento paraíso. Una lectura del manuscrito final revela varias cosas interesantes en la evolución literaria de Obando.

La primera y más importante es que esta nueva entrega tiene una clara continuidad temporal y de personajes que constituyen una trama y por lo tanto se puede clasificar más claramente una novela, cosa que facilitara mucho la lectura de la obra. Obando mantiene la libertad de desarticular la continuidad temporal del relato pero la presencia de personajes bien definidos y concatenación de eventos permiten la fácil reconstrucción de lo que ocurre por parte del lector.

En Canciones a la muerte de los niños también recurren casi todos lo estilos utilizados por Obando en la primera novela, la sátira, el ensayo erudito, el zapping. Así mismo, se repiten los temas de la violencia y el sexo, pero ya sometidos a un tratamiento que los ordena dentro del universo temático de la novela que tiene como eje central el vampirismo, sea este literal o simbólico. Es en esta novela donde ya se revelan las verdaderas pistas que permitan un acercamiento a la interpretación de su obra. En un pasaje de abierta intertextualidad, uno de los personajes de Canciones expone los antecedentes y categorización de El más violento paraíso:


No tuvo problemas para confesar que la novela no le había disgustado, pero aun así no había entendido mucho. Se la devolvió a Sergio y esta la volvió a poner en un pequeño rincón de su biblioteca, reservado para novelas ticas. Cachi no entendía por qué el autor se había ido por el título de El Más violento paraíso, si para él toda la novela, con su magia grotesca y su paisaje alucinado, era mas bien un puro infierno sensorial para el lector. Sergio entonces le respondió que el paraíso no era el convencional sino una más simbólico. Cachi hizo ojos de bizco en seña de no (querer) entender, pero Sergio le dijo que mejor se leyera otra cosa para compararlos y le pasó dos nuevo libros al muchacho: Anábasis de Saint-John Perse y La tierra baldía de T.S. Eliot (...) Iban a comparar varios textos y hablar de la novela bizantina, un tipo de novela muy popular antes del siglo XVII y cuyo asunto casi siempre era la desdicha de dos amantes y una desmesurada acumulación de aventuras, episodios, viajes y naufragios inverosímiles que estos debían sufrir para al fin estar juntos (...) En ese periodo asumió también tres elementos nuevos y que en definitiva forjaron su carácter como tal: 1) lo didáctico o aleccionador, 2) lo denso y retorcido, y 3) lo violento e hiperbólico.(...) Debido a esto la novela bizantina tenía descendientes contemporáneas, aunque, por supuesto, profundamente influidos y amparados a las vanguardias del último siglo. Él ya tenía una nómina de estos padres y sus herederos, tanto bastardos como legítimos, se encontraban los trabajos locales El Emperador Tertuliano, y la legión de los superlimpios, Encendiendo un cigarrillo con la punta del otro y El más violento paraíso, junto a los extranjeros Gargantúa y Pantagruel, Historia de Apolonio, Almuerzo desnudo, El color del verano, las mil y una noches, El Satíricon, Altazor y De donde son los cantantes. Además, un grueso tomo con los guiones de varias películas, entre ellas: Los libros de Próspero, Roma, El muro, Satiricón, Los sueños de Kurosawa y el fantasma de la libertad. [p. 274 - 276, manuscrito inédito de Canciones a la muerte de los niños]


Es realmente muy inusual que un autor se adentre en el análisis formal de su propia obra, más allá de alguna pista en entrevistas sobre el modus operandi a la hora de construirla. Más aún que un autor incluya esto en otra obra de ficción. En el caso de Obando, sin embargo, han pasado 8 años desde la publicación de su primera novela y todos sus lectores la encuentran igualmente impenetrable, verdaderamente un desafío, de modo que no esta mal que haya decidido tirar una línea de la cual se pueda guiar un lector para salir del laberinto obandiano.

La línea es el fragmento anterior, del cual se pueden decir varias cosas. Lo primero sería que a pesar del ofrecimiento de Obando de que El más violento paraíso es una novela bizantina, nosotros debemos disentir cortésmente con esa idea, pues si bien la novela es en verdad retorcida, densa, violenta y exagerada, no cumple el requisito principal de ser una historia de amor llena de obstáculos. Por otra parte entendemos que se emparenta con la obra de Arias y Cortés en lo lúdico y desordenado, y con Arias específicamente en lo satírico y popular, pero en realidad ambas obras apuntan a tres lugares distintos como destino final y la similitud termina siendo puramente formal. De entre las novelas extranjeras coincidimos con el parentesco evidente que tiene con Almuerzo Desnudo de Burroughs, de cuya comparación se podría elaborar un largo ensayo. Pero es en Gargantúa donde de pronto parece vislumbrarse la epifanía. Gargantúa y Pantagruel de Rabelais, basada en la cual Mijail Bajtin escribió su famoso La Cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento: el contexto de Francois Rabelais en el cual articula el concepto de realismo grotesco por primera vez. Bajtín propuso que el realismo grotesco bajaba al plano material y corpóreo lo abstracto, elevado, ideal o noble, usando la sátira, la exageración y la escatología para provocar la risa que desarticula la rigidez y univocidad de la interpretación de la realidad donde lo correcto y lo bueno es inamovible. Lo popular, como opuesto de lo noble o aristocrático, el amor sexual desbordado en todas sus manifestaciones, más que el amor platónico es en Obando una constante que acerca su obra directamente al realismo grotesco o lo grotesco realista que sería su pariente contemporáneo.

El habla popular como modo de narración omnisciente en esta segunda novela es un punto a destacarse como una transgresión contra los cánones literarios usuales. Ya que si bien es normal ver que se use el habla popular en diálogos de obras costarricenses, o que incluso se narre toda una pieza en primera persona en habla popular, lo que es insólito es como Obando mezcla el habla popular con la culta sin hacer distingos ni concesiones. Se entreve el propósito de Obando de bajar a la literatura de su pedestal.

No es lo único que intenta en la segunda novela. Vemos como gran parte de la novela se desenvuelve en modo satírico, poniendo a personajes fácilmente reconocibles de la vida pública o académica del país en situaciones escatológicas o sexuales que aplican claramente los mecanismos del realismo grotesco para privarlas de su aura de privilegio.

Por otra parte, esta novela continua la propuesta neopagana que iniciara El más violento paraíso, centrándose en la estrella Sirio ahora como punto de interés y reinterpretando mitos cristianos a partir de la misma. En este caso, el tono erudito del ensayo astronómico es la herramienta que permite la sustitución de la religión oficial de Costa Rica.

Queda claro que las novelas de Obando buscan la demolición de la identidad de la nación costarricense. Aquí vale la pena recordar que la identidad nacional costarricense no es lo mismo que la identidad individual de los costarricenses. La identidad nacional de cualquier país se compone de rasgos que arbitrariamente se exaltan como deseables y cuyos contrarios se consideran execrables, o en caso de no ser buenos, se justifican y racionalizan. En ese sentido, la identidad nacional como concepto abstracto, se maneja como una herramienta de educación o represión según se necesite una o la otra, más que una mera constatación de una realidad fáctica. Es precisamente en ese sentido que Obando ataca lo que se considera la norma en Costa Rica, lo que es bueno, correcto, deseable para un costarricense, y lo hace con las herramientas del realismo grotesco como lo definió Bajtín.

Obando, más que Cortés, quien aplica métodos similares de descontrucción identitaria en Cruz de Olvido, o las sátiras igualmente deconstructivas de Contreras en Única mirando al mar y Soto en Mundicia, abre yagas gigantes en una pulcra identidad del costarricense que se siente gente bien educada, correcta, democrática y tolerante. Los sentimientos que despiertan su novela no hacen más que demostrar hasta que grado nos molesta la desviación del norma.

El punto más importante en este articulo es el hecho de que existe, evidentemente una lucha entre los escritores del país, no solo Obando, y ese modelo platónico del ser costarricense, que perciben como falso y que pretenden, en algunos casos enmendar, y en otros destruir.

Quizá lo que horroriza, avergüenza, disgusta y confunde de las novelas de Obando sea el hecho de lo profundamente arraigado que está el arquetipo de lo correcto, de lo costarricense, en los lectores de Costa Rica. Obando por otra parte, se ha dado a la tarea, sino de destruirlo, por lo menos de arrastrarlo por el lodo, para que lo demás, los que no calzan, los que están excluidos, entiendan y sepan que esa construcción es una imposición que se puede desafiar.

¿Quién le teme a Alexander Obando?

Le teme el costarricense, que ve como se abren las puertas del cambio y entran los demás, los otros, a hacerle compañía.





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El Gaucho Insufrible, Roberto Bolaño



El Gaucho Insufrible de Roberto Bolaño. Reseña de la colección de cuentos.


El Gaucho Insufrible
Roberto Bolaño
177 páginas
Editorial Anagrama 2003

El Gaucho Insufrible fue el último libro de cuentos que preparó Roberto Bolaño para publicación antes de morir el 14 de julio de 2003. El desorden aparente en los contenidos del libro y la publicación del libro en el mismo año que murió Bolaño ha hecho creer a algunos que el libro es en realidad un cajón de sastre publicado apresuradamente por su editor Jorge Herralde con ocasión de la muerte de aquel. Pero la verdad es que el libro ya estaba definido y en preparación para la edición cuando Bolaño ingreso al hospital barcelonés donde le practicarían la cirugía de transplante de hígado durante la cual falleció.

Lo cierto es que para esa época, según reportes de su editor y familia la preocupación principal de Bolaño era, en caso de su muerte, dejar a sus hijos y esposa con una situación económica solvente. Trabajaba contra el tiempo y lo sabía. Un libro más publicado, especialmente si moría, solo se podía traducir en mayores réditos para pagar la manutención y educación de sus hijos y es posible que Bolaño pensara en lo económico más que lo literario cuando lo mando a prensa. Por otra parte, existe la posibilidad de que los cuentos aquí incluidos fueran los últimos cuentos publicadles que tenía, el 'fondo del barril' que decía Nabokov, y que sabiendo que se había embarcado en la portentosa empresa de redactar 2666 en un formato de cinco novelas separadas, probablemente ya no tendría tiempo para escribir más cuentos.

El Gaucho Insufrible está compuesto por cinco cuentos y dos transcripciones de conferencias o discursos escritos por Bolaño. De los cinco cuentos, tres (El gaucho insufrible, El policía de las ratas y El viaje de Álvaro Rousselot) tienen extensiones de aproximadamente treinta páginas y componen el cuerpo principal del libro.

El Gaucho Insufrible es un cuento excelente que versa sobre el retiro de un abogado citadino al fundo campestre de la familia donde sufre una transformación sorprendente, pasando de probo y amoroso abogado y padre a rudo gaucho vitalista de inmediato actuar. El cuento es la historia de un hombre que enfrenta su destino de frente sin dejar que las circunstancias adversas lo reduzcan a su mínima expresión, pero además es una relectura o un contrapunto de el cuento El Sur, que Bolaño menciona en el cuento, en el que un Borges febril y delirante sueña la muerte que hubiese deseado, a manos de un gaucho pendenciero en una cantina del gran Sur. Bolaño le da vuelta al cuento y en este caso el viejo abogado busca su destino como el viejo gaucho que enfrenta las cosas con determinación, a veces con violencia. Es como si Bolaño nos dijera, siempre con una delicadeza pasmosa, que nosotros, gentes de ciudad, no estamos ya preparados para enfrentar grandes cataclismos o cambios, sino para vivir la vida fácil de la rutina.

El Viaje de Álvaro Rousselot es también un cuento simbólico, que como todo lo simbólico en Bolaño, puede ser leído literalmente y resulta igualmente entretenido, hermoso o enigmático. En este caso se representa la relación entre el escritor (Rousselot) y el lector ideal, que en este caso resulta ser otro creador, un cineasta de apellido Morini, que consume, digiere y reelabora las creaciones de Rousselot. Rousselot al principio se molesta por el plagiarísmo de Morini, pero con el tiempo empieza sino a entender, por lo menos a disfrutar oscuramente de la simbiosis que se desprende del hecho de tener un lector fiel que retroalimenta al autor con relecturas de su obra. Ante un extendido silencio de Morini, Rousselot decide salir a buscarlo, y ese viaje es en si mismo el corazón del cuento. El viaje de autor en busca de su lector no puede ser más que un viaje fantástico donde el autor se da cuenta de la transformación que comporta, ya no la creación propia, sino el intento de absorber y comprender la creación de otro, de como esto nos transforma inevitablemente, al ponernos en los zapatos de otro, en la vida de otro. Es, así como El gaucho insufrible, un cuento delicado, de verdades que se revelan poco a poco, en matices y a veces no del todo y que ejemplifican la maestría de Bolaño en el género del relato corto.

El tercer cuento, El policía de las ratas, es un homenaje, quizá una extensión, del cuento Josefina la Cantora, de Franz Kafka. Es un cuento, literalmente, sobre ratas, donde el personaje principal es una rata policía. Aquí nos sorprende de nuevo la habilidad de Bolaño para darle vuelo a un cuento cuya premisa fantástica se ve algo torpe junto a cuentos más elegantes y modernos como los dos anteriores. A fin de cuentas, el cuento se reduce a una historia policial y a un somero análisis del significado del homicidio por medio de la técnica del extrañamiento. Este es el cuento más débil del libro, y nosotros lo entendimos como un homenaje de Bolaño a Kafka, a quien él admiraba.

Los otros dos cuentos (Jim y Dos cuentos católicos) son distintos en forma, extensión y técnica. El primero, compuesto de la remembranza de un amigo norteamericano contiene una única escena y tiene exactamente el mismo formato de los capítulos de la segunda parte de Los detectives salvajes, o sea, es un retrato misterioso o críptico del personaje, relatado en primera persona por un amigo, y termina, igual que aquellos, con un lapidario: "Nunca más lo volví a ver" que es una constante en la literatura de Bolaño y que podemos entender que propone como destino inevitable de todas las relaciones humanas. Dos cuentos católicos esta compuesto de dos piezas que narran un encuentro entre un muchacho con inclinaciones místicas y un asesino, que, en el fortuito encuentro desencadena una epifanía en el muchacho. Nunca se hablan el uno al otro y aparte de la belleza formal de la idea de cruce de caminos desde puntos opuestos en la historia personal y la ironía de lo que piensan ambos durante el encuentro, también hay que notar lo que se nos dice respecto de la lectura que hacemos cotidianamente, y especialmente cuando hay decisiones trascendentes de por medio, de la realidad. ¿Son las cosas lo que pensamos que son? Casi nunca. El universo humano es por tanto irracional y en es perfectamente aceptable que la inspiración de un santo sea una asesino.

Finalmente tenemos las dos conferencias: Enfermedad+Literatura=Enfermedad y Los mitos de Cthulu. Ambas parecieran fuera de lugar en un libro de relatos, pero al terminarlas nos damos cuenta que este libro, el último que entrego Bolaño a la imprenta, no es un libro de relatos, este libro es un testamento literario.

Enfermedad+Literatura=Enfermedad es una disertación sobre la enfermedad y el acto de escribir y de vivir. Desordenada como el torrente de ideas y vivencias que es, esta agrupada en una serie de fragmentos cuyo hilo conductor es la enfermedad. Estando Bolaño al borde de la muerte cuando escribió estas líneas, hace todo el texto aún más conmovedor, porque vemos a un condenado a muerte intentar decirnos que el sexo es una reafirmación de la vida tanto como la enfermedad es un presagio de la muerte; que la literatura, el sexo y los viajes parecen salvavidas antes el naufragio que es la muerte, pero que en realidad son solo espejismos. Llegados a este doloroso punto vemos a Bolaño disertar sobre la cita de Baudelaire que hace de único epígrafe de 2666: "En desiertos de tedio, un oasis de horror". Aquí habría que discutir entonces si Bolaño desciende al último círculo del infierno existencial y describe la vida de ese modo, o si es de la enfermedad de la que habla. Son palabras parcas y oscuras de un hombre que se enfrenta a la muerte, palabras con poca esperanza. Y aun así, sorprendentemente en las últimas líneas Bolaño finalmente reafirma que aunque sean todos ellos, los viajes, el sexo y la literatura, empresas vanas contra la muerte, debemos emprenderlas, porque en ellas puede estar un método para "llegar a lo nuevo, lo que siempre ha estado ahí". Yo quiero creer que esas son sus últimas palabras sobre el destino del hombre que es la muerte, que antes de ella nos es permitido buscar, siempre con la esperanza de recobrar la inocencia y quizá, ser felices, antes del final.

Los mitos de Cthulu, titulo sacado de la mitología Lovecraftiana y que cierra el libro, no podría tener un tono más distinto al texto que lo antecede. Es Bolaño en su forma más vitriólica y cáustica. Bolaño tenia un hacha guardada en el closet del estudio, y la sacaba cada vez que le daba la gana, que era muy a menudo, para hacer leña de los edificios que el establishment quería erguir a su alrededor a base de mentiras y malentendidos. Me gusta que se cierre este último libro con un ejercicio de criticar literaria destructiva porque nos deja ver que a pesar de su enfermedad Bolaño fue el mismo hasta el final. "Un señor muy desagradable" como dijo Isabel Allende alguna vez, escritora que aquí es empaquetada en una lista de, digamos, escritores enemigos de la literatura. Bolaño se sirve de la ironía para señalar esto diciendo que la literatura latinoamericana:

(...)No es Borges ni Macedonio Fernández ni Onetti ni Bioy ni Cortázar ni Rulfo ni Revueltas ni siquiera el dueto de machos ancianos formado por García Márquez y Vargas Llosa. La literatura latinoamericana es Isabel Allende, Luis Sepúlveda, Ángeles Mastretta, Sergio Ramírez, Tomás Eloy Martínez(...)[p. 171]

Que la literatura ya no es un campo de batalla donde se dicen las verdades incómodas y se genera la identidad de las naciones, sino que se ha vuelto un ejercicio de entretenimiento ligero, vacío de significado, eso nos dice Bolaño en este texto. En el ejercicio del glamour farandulero y el libro premasticado y predigerido de hoy en día, el escritor que intenta empujar los límites no debe esperar ser leído, o por lo menos no por muchos, más allá del círculo de escritores que como él creen que la literatura es una herramienta poderosa de transformación. Ese silencio, esa falta de ambición mental y de apreciación de la literatura como el arte que es cierra poco a poco los espacios donde esta se puede dar y con esta clausura de los espacios de la literatura como arte se acaba, quizá, una época y se inaugura otra.

Si pudiéramos crucificar a Borges, lo crucificaríamos. Somos los asesinos tímidos, los asesinos prudentes.(...)
Todo lleva a pensar que esto no tiene salida.[p. 177]

Duras últimas palabras para un escritor en sus últimos días, hablando de la actividad que más amaba. Bolaño no esta sólo en su percepción del futuro de la literatura y la ansiedad por el futuro de la misma lo comparten gran número de escritores contemporáneos.

Finalmente vale la pena señalar que el libro de Bolaño tiene dos dedicatorias a escritores más jóvenes que Bolaño: Alan Pauls y Rodrigo Fresán. Con Alan Pauls, por quien había profesado alguna vez admiración, se quejó, posiblemente, de como la literatura se poblaba de horrores que hacen peligrar la cordura. Con Fresán discutió, quizá, lo que era el corazón del cuento que le dedicó. Sean estas las razones u otras, son los dos escritores a los que mencionó, en lo personal, Bolaño, en su último libro. Pasaba la antorcha, aquel latinoamericano insufrible, para que otro la levantara aún más alto de lo que él pudo, y si esto es posible, con más amor.






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Gioconda Belli, Premio Seix Barral 2008



Gioconda Belli gana el premio Seix Barral para el 2008 con su novela El infinito en la palma de la mano.


La obra versa sobre las visicitudes de la vida de Adán y Eva en el paraíso. El premio fue otorgado por unanimidad a la obra de la autora nicaraguense por un jurado conformado por José Caballero Bonald, Luis Mateo, Díez, Pere Gimferrer, Rosa Montero y Elena Ramírez por considerar:
el singular enfoque, su capacidad evocadora y su recreación antroplógica del mito de los orígenes
El premio Seix Barral incluye la publicación de la obra y una dotación de 30.000 euros. En anteriores ediciones del premio han ganado los siguientes autores:

1999 En busca de Klingsor Jorge Volpi
2000 Los impacientes Gonzalo Garcés
2001 Velódromo de Invierno Juana Salabert
2002 Satanás Mario Mendoza
2003 Los príncipes nubios Juan Bonilla
2004 La burla del tiempo Mauricio Electorat
2005 Una palabra tuya Elvira Lindo
2006 La segunda mujer Luisa Castro
2007 El séptimo velo
Juan Manuel de Prada

Entre las obras publicadas de Belli estan las siguientes:
  • Verse Sobre la grama (1972)
  • Línea de fuego (1978)
  • Truenos y arco iris (1982)
  • Amor insurrecto (1985)
  • De la costilla de Eva (1987)
  • La mujer habitada (1988)
  • Poesía reunida (1989)
  • Sofía de las presagios (1990)
  • El ojo de la mujer (1991)
  • Sortilegio contra el frío (1992)
  • El taller de las mariposas (1994)
  • Waslala (1996)
  • El país bajo mi piel (2001)
  • El pergamino de la seducción (2005)




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La Muerte del Autor



Artículo de Roland Barthes, publicado en 1968, en el cual propone que el texto escrito se realiza finalmente en el lector y no en el autor, como siempre se ha dado por sentado.


La muerte del Autor, Roland Barthes

Balzac, en su novela Sarrasine, hablando de un castrado disfrazado de mujer, escribe lo siguiente: «Era la mujer, con sus miedos repentinos, sus caprichos irracionales, sus instintivas turbaciones, sus audacias sin causa, sus bravatas y su exquisita delicadeza de sentimientos.» ¿Quién está hablando así? ¿El héroe de la novela, interesado en ignorar al castrado que se esconde bajo la mujer? ¿El individuo Balzac, al que la experiencia personal ha provisto de una filosofía sobre la mujer? ¿El autor Balzac, haciendo profesión de ciertas ideas «literarias» sobre la feminidad? ¿La sabiduría universal? ¿La psicología romántica Nunca jamás será posible averiguarlo, por la sencilla razón de que la escritura es la destrucción de toda voz, de todo origen. La escritura es ese lugar neutro, compuesto, oblicuo, al que van a parar nuestro sujeto, el blanco-y-negro en donde acaba por perderse toda identidad, comenzando por la propia identidad del cuerpo que escribe.

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Siempre ha sido así, sin duda: en cuanto un hecho pasa a ser relatado, con fines intransitivos y no con la finalidad de actuar directamente sobre lo real, es decir, en definitiva, sin más función que el propio ejercicio del símbolo, se produce esa ruptura, la voz pierde su origen, el autor entra en su propia muerte, comienza la escritura. No obstante, el sentimiento sobre este fenómeno ha sido variable; en las sociedades etnográficas, el relato jamás ha estado a cargo de una persona, sino de un mediador, chamán o recitador, del que se puede, en rigor, admirar la «performance» (es decir, el dominio del código narrativo), pero nunca el «genio». El autor es un personaje moderno, producido indudablemente por nuestra sociedad, en la medida en que ésta, al salir de la Edad Media y gracias al empirismo inglés, el racionalismo francés y la fe personal de la Reforma, descubre el prestigio del individuo o, dicho de manera más noble, de la «persona humana». Es lógico, por lo tanto, que en materia de literatura sea el positivismo, resumen y resultado de la ideología capitalista, el que haya concedido la máxima importancia a la «persona» del autor. Aún impera el autor en los manuales de historia literaria, las biografías de escritores, las entrevistas de revista, y hasta en la misma conciencia de los literatos, que tienen buen cuidado de reunir su persona con su obra gracias a su diario íntimo; la imagen de la literatura que es posible encontrar en la cultura común tiene su centro, tiránicamente, en el autor, su persona, su historia, sus gustos, sus pasiones; la crítica aún consiste, la mayor parte de las veces, en decir que la obra de Baudelaire es el fracaso de Baudelaire como hombre; la de Van Gogh, su locura; la de Tchaikovsky, su vicio: la explicación de la obra se busca siempre en el que la ha producido, como si, a través de la alegoría más o menos transparente de la acción, fuera, en definitiva, siempre, la voz de una sola y misma persona, el autor, la que estaría entregando sus «confidencias».

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Aunque todavía sea muy poderoso el imperio del Autor (la nueva a crítica lo único que ha hecho es consolidarlo), es obvio que algunos escritores hace ya algún tiempo que se han sentido tentados por su derrumbamiento. En Francia ha sido sin duda Mallarmé el primero en ver y prever en toda su amplitud la necesidad de sustituir por el propio lenguaje al que hasta entonces se suponía que era su propietario; para él, igual que para nosotros, es el lenguaje, y no el autor, el que habla; escribir consiste en alcanzar, a través de una previa impersonalidad – que no se debería confundir en ningún momento con la objetividad castra- dora del novelista realista – ese punto en el cual sólo el lenguaje actúa, «performa»,* y no «yo». toda la poética de Mallarmé consiste en suprimir al autor en beneficio de la escritura (lo cual, como se verá, es devolver su sitio al lector). Valéry, completamente enmarañado en una psicología del Yo, edulcoró mucho la teoría de Mallarmé, pero, al remitir por amor al clasicismo, a las lecciones de la retórica, no dejó de someter al Autor a la duda y la irrisión, acentuó la naturaleza lingüística y como «azarosa» de su actividad, y reivindicó a lo largo de sus libros en prosa la condición esencialmente verbal de la literatura, frente a la cual cualquier recurso a la interioridad del escritor le parecía pura superstición. El mismo Proust, a pesar del carácter aparentemente psicológico de lo que se suele llamar sus análisis, se impuso claramente como tarea el emborronar inexorablemente, gracias a una extremada sutilización, la relación entre el escritor y sus personajes: al convertir al narrador no en el que ha visto y sentido, ni siquiera el que está escribiendo, sino en el que va a escribir (el joven de la novela – pero, por cierto, ¿qué edad tiene y quién es ese joven’? – quiere escribir, pero no puede, y la novela acaba cuando por fin se hace posible la escritura), Proust ha hecho entrega de su epopeya a la escritura moderna: realizando una inversión radical, en lugar de introducir su vida en su novela, como tan a menudo se ha dicho, hizo de su propia vida una obra cuyo modelo fue su propio libro, de tal modo que nos resultara evidente que no es Charlus el que imita a Montesquiou, sino que Montesquiou, en su realidad anecdótica, histórica, no es sino un fragmento secundario, derivado, de Charlus. Por último, el Surrealismo, ya que seguimos con la prehistoria de la modernidad, indudablemente, no podía atribuir al lenguaje una posición soberana, en la medida en que el lenguaje es un sistema, y en que lo que este movimiento postulaba, románticamente, era una subversión directa de los códigos –ilusoria, por otra parte, ya que un código no puede ser destruido, tan sólo es posible «burlarlo»– pero al recomendar incesantemente que se frustraran bruscamente los sentidos esperados (el famoso «sobresalto» surrealista), al confiar a la mano la tarea de escribir lo más aprisa posible lo que la misma mente ignoraba (eso era la famosa escritura automática), al aceptar el principio y la experiencia de una escritura colectiva, el Surrealismo contribuyó a desacralizar la imagen del Autor. Por último, fuera de la literatura en sí (a decir verdad, estas distinciones están quedándose caducas), la lingüística acaba de proporcionar a la destrucción del Autor un instrumento analítico precioso, al mostrar que la enunciación en su totalidad es un proceso vacío que funciona a la perfección sin que sea necesario rellenarlo con las personas de sus interlocutores: lingüísticamente, el autor nunca es nada más que el que escribe, del mismo modo que yo no es otra cosa sino el que dice yo: el lenguaje conoce un «sujeto», no una «persona», y ese sujeto, vacío excepto en la propia enunciación, que es la que lo define, es suficiente para conseguir que el lenguaje se «mantenga en pie», es decir, para llegar a agotarlo por completo.

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El alejamiento del Autor (se podría hablar, siguiendo a Brecht, de un auténtico «distanciamiento», en el que el Autor se empequeñece como una estatuilla al fondo de la escena literaria) no es tan sólo un hecho histórico o un acto de escritura.’ transforma de cabo a rabo el texto moderno (o – lo que viene a ser lo mismo – el texto, a partir de entonces, se produce y se lee de tal manera que el autor se ausenta de él a todos los niveles). Para empezar, el tiempo ya no es el mismo. Cuando se cree en el Autor, éste se concibe siempre como el pasado de su propio libro: el libro y el autor se sitúan por sí mismos en una misma línea, distribuida en un antes y un después: se supone que el Autor es el que nutre al libro, es decir, que existe antes que él, que piensa, sufre y vive para él; mantiene con su obra la misma relación de antecedente que un padre respecto a su hijo. Por el contrario, el escritor moderno nace a la vez que su texto; no está provisto en absoluto de un ser que preceda o exceda su escritura, no es en absoluto el sujeto cuyo predicado sería el libro; no existe otro tiempo que el de la enunciación, y todo texto está escrito eternamente aquí y ahora. Es que (o se sigue que) escribir ya no puede seguir designando una operación de registro, de constatación, de representación, de «pintura» (como decían los Clásicos), sino que más bien es lo que los lingüistas, siguiendo la filosofía oxfordiana, llaman un performativo, forma verbal extraña (que se da exclusivamente en primera persona y en presente) en la que la enunciación no tiene más contenido (más enunciado) que el acto por el cual ella misma se profiere: algo así como el Yo declaro de los reyes o el Yo canto de los más antiguos poetas; el moderno, después de enterrar al Autor, no puede ya creer, según la patética visión de sus predecesores, que su mano es demasiado lenta para su pensamiento o su pasión, y que, en consecuencia, convirtiendo la necesidad en ley, debe acentuar ese retraso y «trabajar» indefinidamente la forma; para él, por el contrario, la mano, alejada de toda voz, arrastrada por un mero gesto de inscripción (y no de expresión), traza un campo sin origen, o que, al menos, no tiene más origen que el mismo lenguaje, es decir, exactamente eso que no cesa de poner en cuestión todos los orígenes.

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Hoy en día sabemos que un texto no está constituido por una fila de palabras, de las que se desprende un único sentido, teológico, en cierto modo (pues sería el mensaje del Autor-Dios), sino por un espacio de múltiples dimensiones en el que se concuerdan y se contrastan diversas escrituras, ninguna de las cuales es la original: el texto es un tejido de citas provenientes de los mil focos de la cultura. Semejante a Bouvard y Pécuchet, eternos copistas, sublimes y cómicos a la vez, cuya profunda ridiculez designa precisamente la verdad de la escritura, el escritor se limita a imitar un gesto siempre anterior, nunca original; el único poder que tiene es el de mezclar las escrituras, llevar la contraria a unas con otras, de manera que nunca se pueda uno apoyar en una de ellas; aunque quiera expresarse, al menos debería saber que la «cosa» interior que tiene la intención de «traducir» no es en sí misma más que un diccionario ya compuesto, en el que las palabras no pueden explicarse sino a través de otras palabras, y así indefinidamente: aventura que le sucedió de manera ejemplar a Thomas de Quincey de joven, que iba tan bien en griego que para traducir a esa lengua ideas e imágenes absolutamente modernas, según nos cuenta Baudelaire, «había creado para sí mismo un diccionario siempre a punto, y de muy distinta complejidad y extensión del que resulta de la vulgar paciencia de los temas puramente literarios» (Los Paraísos Artificiales); como sucesor del Autor, el escritor ya no tiene pasiones, humores, sentimientos, impresiones, sino ese inmenso diccionario del que extrae una escritura que no puede pararse jamás: la vida nunca hace otra cosa que imitar al libro, y ese libro mismo no es más que un tejido de signos, una imitación perdida, que retrocede infinitamente.

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Una vez alejado el Autor, se vuelve inútil la pretensión de «descifrar» un texto. Darle a un texto un Autor es imponerle un seguro, proveerlo de un significado último, cerrar la escritura. Esta concepción le viene muy bien a la crítica, que entonces pretende dedicarse a la importante tarea de descubrir al Autor (o a sus hipóstasis: la sociedad, la historia, la psique, la libertad) bajo la obra: una vez hallado el Autor, el texto se «explica», el crítico ha alcanzado la victoria; así pues, no hay nada asombroso en el hecho de que, históricamente, el imperio del Autor haya sido también el del Crítico, ni tampoco en el hecho de que la crítica (por nueva que sea) caiga desmantelada a la vez que el Autor. En la escritura múltiple, efectivamente, todo está por desenredar, pero nada por descifrar; puede seguirse la estructura, se la puede reseguir (como un punto de media que se corre) en todos sus nudos y todos sus niveles, pero no hay un fondo; el espacio de la escritura ha de recorrerse, no puede atravesarse; la escritura instaura sentido sin cesar, pero siempre acaba por evaporarlo: procede a una exención sistemática del sentido. Por eso mismo, la literatura (sería mejor decir la escritura, de ahora en adelante), al rehusar la asignación al texto (y al mundo como texto) de un «secreto», es decir, un sentido último, se entrega a una actividad que se podría llamar contrateológica, revolucionaria en sentido propio, pues rehusar la detención del sentido, es, en definitiva, rechazar a Dios y a sus hipóstasis, la razón, la ciencia, la ley.

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Volvamos a la frase de Balzac. Nadie (es decir, ninguna «persona») la está diciendo: su fuente, su voz, no es el auténtico lugar de la escritura, sino la lectura. Otro ejemplo, muy preciso, puede ayudar a comprenderlo: recientes investigaciones (J.-P. Vernant) han sacado a la luz la naturaleza constitutivamente ambigua de la tragedia griega; en ésta, el texto está tejido con palabras de doble sentido, que cada individuo comprende de manera unilateral (precisamente este perpetuo malentendido constituye lo «trágico»); no obstante, existe alguien que entiende cada una de las palabras en su duplicidad, y además entiende, por decirlo así, incluso la sordera de los personajes que están hablando ante él: ese alguien es, precisamente, el lector (en este caso el oyente). De esta manera se desvela el sentido total de la escritura: un texto está formado por escrituras múltiples, procedentes de varias culturas y que, unas con otras, establecen un diálogo, una parodia, una contestación; pero existe un lugar en el que se recoge toda esa multiplicidad, y ese lugar no es el autor, como hasta hoy se ha dicho, sino el lector: el lector es el espacio mismo en que se inscriben, sin que se pierda ni una, todas las citas que constituyen una escritura; la unidad del texto no está en su origen, sino en su destino, pero este destino ya no puede seguir siendo personal: el lector es un hombre sin historia, sin biografía, sin psicología; é! es tan sólo ese alguien que mantiene reunidas en un mismo campo todas las huellas que constituyen el escrito. Y ésta es la razón por la cual nos resulta risible oír cómo se condena la nueva escritura en nombre de un humanismo que se erige, hipócritamente, en campeón de los derechos del lector. La crítica clásica no se ha ocupado nunca del lector; para ella no hay en la literatura otro hombre que el que la escribe. Hoy en día estamos empezando a no caer en la trampa de esa especie de antífrasis gracias a la que la buena sociedad recrimina soberbiamente en favor de lo que precisamente ella misma está apartando, ignorando, sofocando o destruyendo; sabemos que para devolverle su porvenir a la escritura hay que darle la vuelta al mito: el nacimiento del lector se paga con la muerte del Autor.

1968, Manteia.

* Es un anglicismo. Lo conservo como tal, entrecomillado, ya que para aludir a la “performance” de la gramática chomskyana, que suele traducirse por “actuación”. [T]


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