Juan Murillo, Gustavo A. Chaves y Rodrigo Soto. Foto de Luissiana Naranjo |
Sobre En contra de los aviones
Mil novecientos noventa y cinco fue mi último año de juventud. Hasta ese momento mi vida ha sido simplemente el arrojo despreocupado del que no logra imaginarse su propia muerte. Feliz sin saberlo, seguro de mí mismo, descuidadamente lo arriesgo todo cada noche como si no tuviera nada que perder. Soy inmortal por todo lo que no sé. No sé aún, por ejemplo, que la inmortalidad no dura para siempre, que es un estado de gracia que nace de la inocencia, de no entender lo que significa la muerte.
En setiembre de ese año, viviendo en Cayo Hueso, comunicándome con mi novia y amigos y familia cada dos meses, como se hacía en los tiempos anteriores a la red, me entero que David Maradiaga está desaparecido. Aparece muerto, un mes después, en la morgue judicial. David me lleva un par de años y comparte conmigo el amor por la literatura y por las cervezas, pero lo que en mí es el alegre descuido de la juventud, en él es violencia y claridad. Él corteja a la muerte porque la siente cercana, esperando en cada bocacalle, compañera inevitable; y ahora está muerto, finalmente. En la soledad la preocupación por la muerte se amplifica. Para mí, David no tiene entierro ni tumba y nada lo diferencia de mí. Sí él puede morir, puedo morir yo también, puede morir cualquiera, podemos morir todos.
En la soledad hirviente de aquella isla blanca las resacas de pronto se transforman en agonías, en la angustia del que sabe que está muriendo y la nitidez del mundo iluminado aumenta cruelmente para mostrarmelo todo nuevo, recreado en la luz terrible de la finitud. Ese momento final, que aún no llega, pero llegará, redefine para mí el mundo. Con la muerte, todos los sueños quedarán inconclusos, todos los planes fallarán, se romperán todas las promesas. Cada acto será de pronto el último. La última vez que hablé con mi madre. La última vez que besé a mi novia. La última vez que me ría, de noche, cerveza en mano, con mis amigos, será para siempre la última. Desaparecerán todas las versiones de mi padre dándome consejos, el sonido del mar, el viento, el olor del sexo, el sabor del agua, la sensación de estar soñando. En la noche no habrá estrellas, ni oscuridad. Ya no estaré confundido, ni claro, ni temeroso. No habrá ya nadie a quién pedirle perdón, nadie a quien mentirle, nadie a quien tocar. Mi voz, con la voz de todos, y con el resto de los sonidos del universo, callarán en ese instante. Me doy cuenta que nunca se es demasiado joven para morir. Cualquier momento es malo para la destrucción total, y cualquier momento es propicio. Comprendo, por fin, con claridad, que mis días están contados y con ellos, los días de todas las cosas y personas que he visto y amado, de todo lo que guardo en mi memoria y que sólo yo he visto. La muerte es el fin del mundo, mi mundo, que se acerca a toda velocidad a mi encuentro.
De ese estado mental, de ese fin de milenio que era el fin de los tiempos, surgieron algunas de las piezas que componen esta colección. La primera y la última las escribí, en cambio, en el 2009, como límites al libro, una entrada a las tinieblas y una salida a la luz. Estos cuentos son mi intento de acercarme a esa absurda pero bellísima tragedia que es estar vivo para luego tener que morir. Este libro termina con su última palabra, y al salir de él no nos queda, por fortuna, más alternativa que seguir viviendo, una suerte tan maravillosa que resulta difícil de explicar y tal vez para eso es que existen estos cuentos.
Ahora, sería mentira decir que todos los cuentos fueron escritos con ese tema en mente. Este es un análisis es más bien posterior, algo que nota el autor una vez que el libro toma su forma final y que solo puede resultarle evidente a él porque ha sido una preocupación latente y al leer el conjunto, le salta a la vista.
La verdad es que el acercamiento inicial a cada cuento normalmente es una mezcla de impulsos e ideas dispares y no parte de un plan homogéneo. Muchas veces ese impulso de escribir nace de la admiración. En mi caso, de mi admiración y cariño por la obra de autores como Foster Wallace, Nabokov, Cortázar, Borges o Ibargüengoitia.
En un mundo en el que una obra literaria sería más valiosa por ser totalmente original y no parecerse en nada a lo escrito antes declarar estas influencias sería un pecado. Decir que la obra de uno es derivativa de la de otros escritores es confesarse de algún modo como un escritor de segundo orden, cuando mucho. Pero la verdad es que nada se escribe en el vacío. Lo que escribimos es finalmente una continuación de una tradición a la que pertenecemos y renegar de esas influencias y fingir ansiosamente que uno es totalmente original es un acto de arrogancia ingenua y un poco ridícula. Lo que leemos nos influencia, y los que escribimos somos siempre, primero, lectores.
El Dragón, es un pequeño tributo a Borges, que dejó la trama de este cuento apenas esbozada en su cuento El Zahir; un pequeño pastiche de su estilo, que en manos mías resulta algo monstruoso, que es lo mismo que decir que es más mío que de Borges, y sin embargo también es de él. En contra de los aviones es un vano intento por acercarme al humor fácil y vital de Ibargüengoitia, una especie de homenaje a los 25 años de su muerte. En la interpretación de los signos hay un interpretador que lee el mundo un poco como el interpretador de la docena de Nabokov, pero con un desenlace más tropical, digamos. En la obra de David Foster Wallace hay también un niño que vuela hacia una piscina, aunque la preocupación de Wallace sea otra totalmente distinta. Desde algún lugar de parajes, que se llama como una de las últimas líneas de Rayuela, quisiera acercarse la respiración de algunas de las piezas más líricas de Cortázar. En fin, que el libro es también una declaración de amor y admiración por la obra de otros escritores.
Estos cuentos tienen además el sello inevitable de otras preocupaciones mías: la marginación y violencia que ejercemos sobre los que son diferentes para mantener un orden social que produce un confort muy parecido a la somnolencia; la recuperación de lugares que lentamente con el tiempo se transforman en otros muy distintos y sin embargo quedan íntegros en nuestra memoria como escenarios de las personas que alguna vez fuimos; lo que significa escribir ficción, un acto extraño en el que los materiales de la memoria se reordenan siguiendo un patrón desconocido para producir una nueva verdad, tal vez la única que necesitamos para comprender el mundo en que vivimos y poder vivirlo más intensamente.
Esas cosas veo yo cuando leo mi libro, ahora, como un lector más. Pero la verdad es que los materiales de los que está hecho nunca fueron míos, los estilos y los sucesos todos vienen del mundo y ahora vuelven a él. Ahora que está publicado es de quién lo quiera leer y lo transforme al encontrar en él la mezcla de lo que viene en el texto y de lo que al momento de leerlo aporte su memoria y su imaginación. Ese momento, durante la lectura, es el único momento en el que vive el libro. Para eso se publica, para que cada uno de ustedes en su momento lo actualice y le permita existir.
6 Comments:
yo lo hubiera incluido.
Son tantas las coincidencias y los encuentros en tu trabajo, y esa capacidad de restaurar el lenguaje, materia prima de la narrativa, con una dignidad y con una finalidad plástica tan lograda… un libro importante Juan, gracias por compartirlo, esta mañana mientras viajaba en bus me destornillaba de la risa con el último cuento “En contra de los aviones”
De hecho no lo logró ni como prólogo ni como texto de contratapa, pero eso es bueno, porque si no no sé que hubiera leído en la presentación.
Si te reíste con el libro me doy por satisfecho.
A ver: ¿Qué dijimos de fotos donde aparezca yo? :-p
Tranquis, la Interpol no es asidua de este blog, parece que no nos creen capaces de nada peor que un chisme. Pero si aún así estás en riesgo, just say the word y pongo una foto mia de primer plano para vergüenza de amigos y familia.
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