Nota publicada en el suplemento Áncora del periódico La Nación sobre la colección de poemas Vida Ajena, de Gustavo Adolfo Chaves.
Los anillos de Prometeo
En 1964, un estudiante de post-grado que realizaba una investigación en dendrocronología (estudio del pasado usando los anillos de los troncos de los árboles) cortó un árbol en Wheeler Peak (Nevada) que parecía muy viejo y del que no lograba obtener la información necesaria perforándolo de la manera usual.
Ese árbol, hoy conocido póstumamente como Prometeo, tenía cerca de 5.000 años de crecer en ese lugar y era el organismo vivo más viejo del planeta.
Es difícil, siempre, juzgar la vida completa de un organismo por el cascarón que típicamente lo representa. Cuanto más viejo es el cuerpo, más larga y probablemente más rica sea la vida. Los libros no son diferentes en este sentido. Un libro que apenas supera las sesenta páginas no lo lleva a uno a inmediatamente suponer que se compuso a lo largo de doce años.
Sin embargo, leyéndolo queda claro que los poemas de Vida ajena están más densamente sedimentados de lo usual. De hecho, Vida ajena es una especie de diario de viaje, viaje temporal o espacial, a lo largo de un rango de emociones o de un sentido recuento de amigos e influencias.
Vida ajena es el depósito que va ofreciendo la vida, año con año, para dejar constancia de que se pasó por ahí. No hay aquí superabundancia; todo está medido y concentrado para que la parte represente al todo, los lugares simbólicos, los amores y amistades que marcan, la admiración deslumbrante por ciertos poetas que se ventila en la apropiación, la mimesis, la cita o la paráfrasis.
Igual que los anillos de un árbol, en cada poema queda constancia de un tiempo transcurrido y en su aparente breve espacio se atrapa y reproduce un clima, el olor del aire, la calidad de la luz, un cielo de infancia, las nieves sorprendentes vistas por un autor joven que con el tiempo termina siendo el hermano menor, el hijo del actual, atrapado como el tronco inerte de un árbol, el pasado protegido con la delgada capa viva, la más tierna y más frágil.
En el recuento de lo que queda atrapado en Vida ajena hay poemas sobre César Vallejo y Max Jiménez, sobre Eugenio Montale; poemas que cantan con la voz de Ginsberg o la de Kleinzahler, en las que un cuadro de Juan Gris retrotrae el recuerdo cariñoso del poeta Julio Acuña, asesinado.
Son poemas en los que se dialoga con un querido mentor con el que discutía a Randall Jarrel o citaba a Delmore Schwartz, o recordaba a Berryman y a Broch, villanelas, sonetos, poemas en los que un Pound moderno piensa en Eliot.
No hace falta seguir para comprender que la forma de lo que hay atrapado en estos anillos es literatura de la literatura; poesía que es perfectamente comprensible, de imágenes precisas y mesuradas y lenguaje –a pesar de la poliglosia– nunca excesivo o presuntoso, pero no por eso fácil.
Aquí, la dificultad no está en descifrar un gongorismo, sino en poder apreciar el matiz del momento que congela el poema, de la tenue variación emocional, del sutil gesto preñado de significados que se hace usando las máscaras de los grandes poetas que dijeron todo tan bien antes que uno.
Recobrar el momento vivido, la extrañeza de la vida de otro distante de uno mismo como lo es el autor, el tratar de recobrar el momento en el que la cicatriz hoy borrada por el tiempo fue una herida supurante, es, sin duda, el reto de este poemario singular.
“Algo esta allá, en el pasado irrecuperable, sostenido por los nombres”, nos dice Chaves en “Por el río sinuoso”; “Es necesario perder para aprender a nombrar”. Más allá de la marca en la corteza que con los años se convertirá en un anillo más, un poema más, está la conciencia de que alrededor de estos poemas giró el mundo en un presente lejano, de que recordar lo particular es también reinventar el mundo que fue, de que más allá de la introspección “hay tanto que aprender de la luz y sus migraciones”.
Glosar poemarios como este, que son los resabios de una vida ajena, tiene siempre algo de catastrófico, algo no muy diferente de talar un árbol vivo para examinar sus anillos y de maravillarse con las marcas que alguna vez le dolieron, y tratar de imaginar la forma del cielo y la nieve y el sol pálido de sus días.
Con poemarios como Vida ajena, sólo se puede hacer una cosa: leerlos en silencio y vivir de nuevo momentos que otro vivió, ver el muñón anillado de Prometeo y tratar de regresar a la bellota de donde vino.
2 Comments:
muy buen diálogo con el libro de Gustavo.
todavía está sobre mi escritorio y lo leí hace varios meses. sigo volviendo.
Alegria por estar seguindo um blog da Costa Rica. Grande abraço, Juan...
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