Contra Jonathan Franzen




Este era un comentario a la crítica de María Helena Barrera-Agarwal publicada en Hermano Cerdo sobre el árticulo de Franzen, pero como es algo que recurre y sobre lo que ya he comentado antes en otros lugares, lo voy a colgar acá.



Contra Jonathan Franzen


El artículo de Franzen sobre Edith Wharton, “A rooting interest” —del que viene está frase que posiblemente lo persiga hasta su tumba: “[Edith Warthon] podría muy bien ser más congenial para nosotros hoy si, además de sus otros privilegios, hubiese lucido como Grace Kelly o Jackeline Kennedy”— es fácilmente el peor de los incluidos en el New Yorker de Feb. 13 & 20.

Entre los otros artículos hay uno sobre un hombre que recibió un transplante de cara, uno sobre un plagiarista compulsivo y uno sobre un publicista mercenario que se dedica a hacer anuncios negativos para partidos políticos en EE.UU. -lo que se conoce allá como "character assasination". Todos estos textos tienen un tratamiento humano de los sujetos sobre los que versan. Todos, menos el de Franzen. Pareciera que en el New Yorker, deslumbrados por su celebridad, cuando Franzen les envía algo, nadie verifica si es o no una sandez que valga la pena imprimir; un privilegio que tiene, por suerte para los lectores del New Yorker, sólo Franzen.

Este no es su punto bajo, sin embargo. Ese honor está reservado para su artículo “Farther Away” en el que acusa a su difunto mejor amigo, David Foster Wallace, entre otras cosas horribles que nadie diría de un enemigo que acaba de morir, que su suicidio fue una movida para avanzar su carrera literaria, para luego explicar, increíblemente, que su decisión de dejar el antidepresivo cuya ausencia causó el episodio suicida, se debía al "deseo perfeccionista" de no ser dependiente de las drogas y a la "aversión narcisista" a verse a si mismo como enfermo mental.

En “Farther Away” vemos un extremo de insensibilidad y crueldad que de encontrarlo en una ficción nos parecería inverosímil. Lo irónico es que en ese mismo artículo Franzen se presenta a si mismo como un tipo sensible, citando en defensa de esta autopercepción su afición por ornitológica, su costumbre de llevar diarios y sus vacaciones exóticas en islas de fama literaria.

Lo que queda claro, tanto en el artículo de Wallace como en el de Wharton, es que Franzen carece de empatía para con los sujetos sobre los que escribe, y asume que sus lectores sufren de exactamente la misma deficiencia -un problema típicamente narcisista. A eso se debe el tema principal de este artículo: la simpatía. ¿Cómo obtener la simpatía del lector para con un sujeto de ficción despreciable? En Franzen esta investigación informa tanto su búsqueda de mecanismos efectivos para llevar a buen puerto la "novela del contrato", de la que es acólito, y cuyo propósito es hacer darle al lector lo que espera, hacerlo pasar un buen rato y no hacer literatura difícil, ni darle problemas, como dicen en su artículo atacando a William Gaddis, del 2002: “Mr. Difficult”.

La posición opuesta está perfectamente descrita en el prólogo de Steven Moore a su La Novela: una historia alternativa, donde, entre otros argumentos igualmente sólidos, cita a David Foster Wallace ("hay arte que merece el trabajo extra de superar todos los obstáculos a su apreciación") y a Donald Barthelme ("El arte no es difícil porque quiera ser difícil, sino porque quiere ser arte").

No sorprende, entonces, la preocupación de Franzen por encontrar los mecanismos con los que un autor que le parece antipático produce un libro con un protagonista moralmente cuestionable y que, sin embargo, él no logra dejar de leer -quizá en parte preocupado por lo repelente que resulta su propia emergente imagen pública para los que leemos sus artículos. Esta es también la preocupación central del sistema de ficción comercial norteamericana, en el cual -y esto es fácilmente constatable en las reseñas de lectores de Amazon- si el autor no logra que el protagonista le simpatice al lector, el libro ha fracasado.

Lo que resulta insólito aquí —o tal vez no tanto— es que un autor que ha alcanzado la fama que tiene Franzen argumente que la razón por la que nos identificamos con personajes repelentes es porque son "físicamente bellos" o, ya en un paroxismo de irreflexión, porque si el personaje quiere algo, el lector se contagia incontrolablemente y lo quiere también. El análisis tiene la profundidad de un ensayo de comprensión de lectura de un muchacho de colegio, aderezado además con las más rudimentarias técnicas del cine comercial (“pet-the-dog moments”) que parecieran indicar que para Franzen efectivamente la literatura es una básicamente el resultado de una receta para manipular las emociones del lector, que falla o tiene éxito según el lector le de su simpatía al protagonista o no.

No hay exploración, en Franzen, del arco narrativo, del tono, del estilo, de la construcción de las escenas, de la dinámica de personajes. No hay, en fin, discusión del arte literario de Edith Wharton. Sólo de su puntaje en el concurso de belleza que es la literatura para él, y los mecanismos que usaba, según Franzen, para embaucar a los lectores y hacer que se interesaran por sus despreciables personajes. No en vano, en el artículo sobre Gaddis, menciona brevemente a The House of Mirth de Wharton junto a Guerra y Paz, para sentenciar: “ustedes lo llaman arte, yo lo llamo entretenimiento”.

Caveat emptor: Eso es lo que se puede esperar de Franzen, cuyas esperanzas para la crítica literaria son este concepto de novela: "Piensa en la novela como un amante: quedémonos en casa hoy por la noche y pasemos un buen rato; solo porque te tocan donde te gusta que te toquen, no significa que seas corriente". (“Mr. Difficult”, 2002)




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On the sloppiness of sort of pinning things on people



On Maud Newton article on Foster Wallace in the New York Times and how easy it is to pick fights with the dead.

On the sloppiness of sort of pinning things on people 

There is always a perverse sort of pleasure in revealing the inner workings of other people’s argumentative rhetoric –“see, its not necessarily true, it just sounds convincing”. 

This, I’m inclined to think, motivated by her love of directness, is the main reason behind Maud Newton’s Another thing to sort of pin on David Foster Wallace


This piece ostensibly tries to “pin” on Wallace the widespread adoption by slackers and opinion-mongers of a sloppy, imprecise, slangy, self-qualifying style whose major fault would be that it refuses to make a straightforward argument on the topics it deals with. This pinning attempt, though, fails to dig up any evidence to support itself and therefore becomes a piece on Newton’s opinion on Wallace’s style, rather than an argument on how, because sloppy blog posting is somewhat similar, although vastly inferior, to DFW style, the former must be a descendant of the latter.


It also fails to account for the fact that, of all writers, DFW would be the one expected to be hyperconscious about the style he was using on his own non-fiction pieces, as he usually was about any subject he broached and in particular about his own writing. I would argue that there is nothing sloppy or imprecise in DFW writing and that the slanginess, the “aw-shucks, I-could-be-wrong-here” approach is a deliberate attempt at not sounding superior while fully “unpacking the argument”, in Wallace’s own words. This style makes his hyper cerebral, omniscient prose approachable to most readers who, if confronted with these ideas on a colder more authoritative style, would probably refuse to read past the first paragraph. 


Whereas the typical style of a blog post sounds sloppy because it is sloppy, DFW style sounds casual while at the same time dealing with multiple aspects of an argument and the possible contentions against it. Similarity does not breed kinship. Failing to see the distance here is not the problem -Newton sees how distant one’s writing is from the other- the problem is claiming that the casualness or sloppiness of blogs can somehow be pinned on a writer like DFW. Analogies come to mind so silly that I refuse to write them down.


I suspect Newton knew DFW was deliberate in his style because she opens her piece citing DFW essay on usage, Tense Present, on his definition of Ethical Appeal: “a complex and sophisticated ‘Trust me,’ [...] requires the rhetor to convince us not just of his intellectual acuity or technical competence, but of his basic decency and fairness and sensitivity to the audience’s own hopes and fears.” She knows this is exactly what accounts for DFW style, and therefore embeds this possible answer to her own argument at the top to get it out of the way –which is amusing if you consider this is one of the things being pinned on Wallace in the Newton piece.


The soothing, chummy style, as acutely observed by Newton, also has to do with DFW concern with being liked, something that is clear to anyone who has read enough of his work, and understandable as much as it is explicit in many places. Being liked, finding a closeness with the reader, somehow bridging the impossible gap and making friends with the person on the other side of the page is what drives Wallace to sincerity. This is not a defect; this is a central point of Wallace’s reasons for writing and probably his own most influential contribution to literature. Some writers, like her, can try to make a point while risking being disliked, others cannot. It makes no sense to expect that from Wallace unless you really haven’t read him enough.


Now, to the heart of the matter: Newton just doesn’t like Wallace’s style. Had she argued that from the start and then given all the reasons she did, I would have respected this as an honest opinion piece, instead, it tries, somewhat embarrassingly, to explain blog writing style by attacking DFW style, so that he can be accused of a major sin (ruining the style of a whole generation) and making her piece both worthwhile and publishable and newsworthy. 


To her credit, though, she hints, albeit indirectly, that this is just her opinion, by bringing up a legal background that has taught her that directness is a virtue, but finally has no bearing on the point she is trying to make about Wallace's own style.  Deploying the "argument from authority" stance is a rhetorical move not unlike Wallace’s ethical appeal.  We need, when we write, to convince people of what we say, otherwise why write. I don’t like her move, but hey, that’s just my opinion.


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Rodrigo Soto sobre En contra de los aviones



Rodrigo Soto: Foto de Luissiana Naranjo


Rodrigo Soto amablemente se apuntó a discurrir sobre mi último libro de cuentos, En contra de los aviones, en la presentación del mismo. Con la gratitud y cariño que me merece, aquí dejo su texto para que lo conozcan los que no estuvieron presentes.



La Luz sitiada 

Un vistazo a los últimos cuentos de Juan Murillo
Rodrigo Soto
Como sin duda todos los aquí presentes sabemos, “En contra de los aviones” es el segundo libro de cuentos de Juan Murillo. El primero, “Algunos se hacían dioses”, fue publicado por la Editorial de la Universidad de Costa Rica en el remoto año de 1996. Leí el libro en su momento y recuerdo que me causó una buena impresión. Luego pasaron muchos años en los que, literariamente hablando, no volvimos a saber nada de Juan, hasta hace algún tiempo, cuando regresó con renovados bríos: reseñando libros en medios electrónicos e impresos, promoviendo iniciativas literarias diversas, fundando con Guillermo Barquero Ureña una atractiva editorial… Y, por supuesto, escribiendo…

Digo “por supuesto” porque, aunque eso no lo sabíamos con certeza, era fácil de suponer. Juan es uno de esos bichos que lleva la literatura en su sangre, y difícilmente alguien como él podría contentarse con leer, reseñar y publicar libros ajenos.

Este segundo libro de cuentos que nos ofrece Juan ahora, incluye siete narraciones. Leyéndolas, es fácil concluir que fueron escritas en diferentes momentos, incluso con años de distancia, algo que el autor me confirmó personalmente. Se trata, entonces, de una recopilación de cuentos que presumiblemente da cuenta de la producción cuentística de Juan desde la publicación de su anterior libro, hasta el día de hoy. Si los dedos de mi mano no me fallan, pasaron 15 años desde 1996. Quince años de los cuales Juan nos ofrece aquí una cosecha de siete cuentos.

A pesar de ser una recopilación de trabajos escritos en tan dilatado tiempo, los cuentos incluidos en el libro tienen una sugestiva y sutil unidad, de la que hablaré más adelante. Diría que, salvo en un caso, estamos ante cuentos que sin dificultad podemos calificar de “realistas”, y que, salvo en otro caso, podemos afirmar sin temor que se trata de “literatura de ficción”, para retomar la clasificación al uso en los Estados Unidos. El cuento que llamamos “no-realista” está escrito en clave simbólico-alegórica, como algunas narraciones de Kafka y otras de Wilde, por citar a dos autores tan disímiles como bien conocidos. El cuento que consideramos “de no ficción” es el que da título al libro y, aunque tiene elementos indiscutiblemente ficcionales, se acerca mucho a una diatriba (así lo anuncia ya la preposición “Contra” del título), y en él Juan recrea y analiza el célebre accidente de aviación en el que murieran los escritores Manuel Scorza, Jorge Ibargüengoitia, Marta Traba y Ángel Rama. Por último, en dos de las narraciones del libro el autor nos propone de entrada una clave realista que, al finalizar el relato, da un giro hacia lo surreal o fantástico.

En tres de los relatos que integran el libro, el personaje principal -a veces también narrador- es un niño o un adolescente; en tres de los relatos, el personaje principal es un ser arrinconado en los márgenes difusos y a la vez dolorosamente precisos de la sociedad. En todos los cuentos -salvo el que hemos considerado “simbólico-alegórico”, los personajes y el escenario son clara e inequívocamente costarricenses, tanto por su forma de expresarse como por la mención de referencias y de sitios que así nos lo confirman.

Esto último, desde luego, no es importante, o tiene apenas una importancia secundaria.

Lo interesante, lo valioso, lo bueno de los cuentos de Juan, es que siendo profundamente costarricenses (en este sentido de la referencialidad) son al mismo tiempo profundamente universales, pues las temáticas y los conflictos en los que nos sumergen, los son también.

Los cuentos que nos ofrece Juan Murillo en este libro hablan de la insoportable precariedad de lo humano, de la dicha siempre amenazada, de lo ominoso y oscuro que acecha a las puertas de lo cotidiano y en apariencia banal. Los textos están atravesados por una tensión permanente entre la luz y la oscuridad, entre la dicha entrevista o apenas acariciada y el zarpazo de la desgracia y de la muerte que se ceban con nosotros a la vuelta de un instante o de una esquina cualquiera. La visión de la vida que se asoma en estos cuentos se acerca mucho a aquella según la cual “los hombres somos como juguetes en manos de los dioses”; entre las ideas clásicas del destino y de la libertad como factores determinantes de la existencia humana, los cuentos de Juan nos dicen que son el destino y su contracara -lo fortuito- los agentes de nuestra dicha y de nuestra desdicha, y que contra ellos de nada valen nuestras pretensiones de libertad ni nuestros anhelos de dicha.

Varios de ellos -en particular los que están narrados por o desde la perspectiva de niños o de jóvenes-, están escritos de una manera que -si el término no estuviera tan manoseado y aún significara algo- me parecería justo llamar “impresionista”, en el sentido de que el texto recoge y transmite las impresiones sensoriales de los personajes, muchas veces en un lenguaje poético y cargado de tropismos. Este “impresionismo” (o quizás mejor “sensasionismo”, para evitar mayores confusiones) abunda, casualmente, en referencias al sol y a la luz, a la oscuridad y a la noche.
Considérense, a modo de muestra, un par de ejemplos:

“En la oscuridad húmeda de la tierra negra bajo el suelo de madera de la casa podía fingir que todo era una película…” (El final del día). “Esos violentos polígonos sobre la pared son su luz por tres días concentrada, seccionada por las franjas oscuras de las vigas. Tras ellas se ve el cielo que a mediodía es blanco hirviente y a medianoche un oleaje negro.” (Desde algún lugar de parajes).

Así pues, la polaridad DÍA/NOCHE, LUZ/OSCURIDAD es una de las claves no solamente interpretativas y simbólicas, sino incluso descriptivas y referenciales, que atraviesan y organizan el libro de Juan.

Traigo a colación esto pues, como nos muestra Gilbert Durand en su fascinante obra “Las estructuras antropológicas del imaginario”, esta polaridad es una de las más profundas de la conciencia humana y de las que organizan toda su actividad.
Quizás sea esta capacidad de interpelarnos a un nivel profundamente humano, una de las claves del atractivo del libro.

Otra, sin duda, es la destreza narrativa del autor, la importancia que concede tanto a la estructura de los relatos, como a su escritura, es decir, a lo propiamente textual.

En cuanto a la estructura, Juan Murillo da muestras de haber aprendido bien la lección de los grandes maestros de la narrativa breve, a saber, que un cuento no es otra cosa que el relato de una sola situación transformadora; una situación en la que el personaje principal muta o se transforma cualitativamente. Saber reconocer o inventar esas situaciones es el primer requisito de un cuentista; el segundo es relatarlas sin que pierdan intensidad ni sorpresa. En los siete textos de este libro Juan Murillo evidencia estas dos cualidades.

En cuanto a lo textual, los cuentos de “En contra de los aviones” están tratados esmeradamente. Como ya se anotó, hay cierta tendencia hacia lo poético en la descripción de las impresiones sensoriales de los personajes. Y cuando ello no es así (como en el cuento que da título al libro), el autor da muestras de gran solvencia y dominio del lenguaje.

Por todo lo dicho, no puedo menos que celebrar la aparición de este segundo libro de cuentos de Juan Murillo, que viene a enriquecer con personajes atractivos y convincentes, imágenes sugestivas y palabras precisas, la reciente producción literaria de Centroamérica.

San José, agosto 2011




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Si yo fuera famoso




"Si yo fuera famoso" es un tema tan ferozmente frívolo que cuando Soho me pidió este texto pensé seriamente si sería capaz de abordarlo sin quemarme. Fue útil para darme cuanta que hoy en día para ser sincero sin sonar como un curita párroco hay inevitablemente que echar mano de la ironía. El original está aquí: Si yo fuera famoso

Si yo fuera famoso
Juan Murillo

Kurt Cobain acpetó posar para la portada de Rolling Stone solo porque lo dejaron salir con una camiseta que decía "Corporate magazines still suck". Que era su paradójica forma de indicar que él no quería ser famoso. Luego Cobain, que se hizo muy famoso pero no quería, se fumo un puro de cañón de escopeta. Pero en el fondo no estaba tan perdido. Quería que su mensaje fuera más importante que su imagen. El problema es que nadie quería el mensaje. Lo que quiere todo mundo es la imagen. Por lo que hay mucho riesgo en tratar de transmitir un mensaje coqueteando con la mascota de Lady Gaga, el fame monster. Riesgo tristemente irónico cuando el mensaje es Nevermind. El monstruo de la fama no es lo que la gente se imagina. No se parece en nada el monstruo comegalletas de Plaza Sésamo. El monstruo de la fama es un mitómano sociopático. Un manipulador narcisista. Y piedrero, probablemente. Y puto. O proxeneta, según se necesite. Gaga, en cambio, siempre quiso ser famosa. Por eso sus brassieres chisporrotean y usa vestidos chorrean sangre. Ahora basta con eso. Antes la fama se ganaba con alguna acción admirable. Era una cosa difícil. Después apareció Paris Hilton. Ahora basta tener dinero. O ser famoso porque se es famoso. Un upskirt sin panties ayuda. Un video porno también. Michelle tiene varios. Nicole tiene uno. Y Pamela. Hasta María José tiene uno. Y eso que MJC no lo necesita porque ya era famosa fuera de Costa Rica. Lo cual es muy diferente a ser famoso en Costa Rica. Que es un poco como ser famoso en el barrio por ponerle un spoiler al carro. Fama con un radio de unas cuadras. Que dura lo que dure la vecina rumberita en subir un video a YouTube. Solo sirve para que las señoras lo reconozcan a uno en la pulpería. Para que lo detengan con seño fruncido y dedo en el labio y digan: verdad que usted es ese escritor famoso? y entrecierren los ojos por un momento para luego brutalmente especificar: Camilo Rodríguez, verdad? Solo que lo veo más gordito.

Si yo fuera famoso definitivamente sería una peor persona. Para los famosos la demanda siempre sobrepasa al inventario. Cosa que sucede porque no se anuncia un libro o un disco. Sino a una persona. Se ofrece una relación. Una conexión con el espectador. Lo cual es mentira. El resultado es que siempre hay mucha gente insatisfecha. Porque la verdadera razón para hacerse famoso es precisamente no tener que estar disponible para nadie. Solo yo con yo. Por lo que si fuera famoso de seguro no me la pasaría respondiendo mails de admiradores. Para eso existiría una asistente muy lista. Que sepa decir poco con muchas palabras. Que escriba correos que parezcan sonreír sin invitar a continuar la conversación. La firma de autógrafos sería un calvario de calambres de túnel carpal. Me enojaría muchísimo que los paparazzi me hicieran chocar en algún túnel parisino. Trataría de alimentar a alguno con el teleobjetivo de su propia cámara. A la fuerza. Para que me dejen en paz. Porque yo también soy un ser humano y necesito una poco de privacidad. Pero estaré equivocado. Porque me habré convertido en el soporte material de mi propia imagen pública. Seré un ser desenfocado al que le tocan las tareas humildes, humanas que ningún admirador creería que el yo famoso tenga que hacer. Cortarme las uñas. Usar el hilo dental. Nadie tendrá compasión de mí. Porque, ¿de que me puedo quejar? Si soy famoso. Y los famosos no son dignos de lástima. Y cuando me fume mi propio puro de cañón de escopeta, algún tipo en una revista no tendrá empacho en decirlo con esa misma cruel frivolidad. Porque no seré una persona, sino de una imagen. Que le pertenece a todos. Y representa a nadie. A ese tipo tampoco le reclamarán. Porque solo es una voz tenuemente conectada a una firma que encabeza el artículo. Y escuchando a ese tipo habrá un espectador. Alguien como usted. Bombardeado día y noche por imágenes de famosos. Que aseguran que el éxito es que la gente añore con un dolor casi físico lo que usted es. O parece ser. Y no lo que dice o piensa. Como se añora una canasta de chicharrones cuando uno está a dieta. Algunos harán su propio intento. Subirán videos a Youtube. Abrirán un blog. Una cuenta de Facebook. O de Twitter. Emitirán periódicamente fragmentos de su imagen. Para que otros la deseen. La consuman. Una imagen monstruosa. Pervertida por la conciencia inexorable de todos los ojos que la ven. Tal vez el destino le sonría a alguno. Una sonrisa hambrienta. La del monstruo de la fama. Será el éxito como lo conocemos en el siglo XXI. Y no lo que siempre fue. Como explicó alguna vez Ralph Waldo Emerson: “Reír mucho y seguido; granjearse el respeto de la gente inteligente y el afecto de los niños; ganarse la apreciación de los críticos honestos; apreciar lo bello, lo mejor en los otros; dejar al mundo un poco mejor, con un niño sano, o un jardín, o un problema social redimido; saber que alguien ha respirado mejor porque uno existió. Eso es el éxito.” Muy bonito, pero ¿y la fama? ¿quién es este Emerson? Nadie lo conoce. Qué nos venga a dar consejos cuando sea famoso.


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Poetas en llamas: una especie de presentación para David Maradiaga



Esta es la presentación de David Maradiaga que leí en Des Pacio para el festival de poesía de Afinidades Electivas.  

Poetas en llamas

El 11 de julio de 1963 Thich Quang Duc se sentó en una intersección en Saigón, juntó las manos y cerró los ojos mientras otro monje como él le vaciaba varios galones de gasolina encima. En el video que existe de este evento, antes de que su compañero le prendiera fuego, se puede ver el público congregado alrededor, compuesto casi completamente de monjes que también sabían lo que iba a suceder. Cuando la mecha líquida empieza a arder y las llamas se acercan al monje empapado, se puede ver a algunos postrarse en una muestra de respeto. La mayoría, sin embargo, solamente miran y se agitan, movidos por una emoción que se parece al horror pero que no los logra desbandar. Nadie intenta detener al monje que arderá en pocos segundos frente a sus ojos.

Los últimos poemas de David, ya lejanos de los poemas de amor, de viajes, celebratorios del gozo de estar vivo, idealistas o políticos del poeta adolescente, tienen que ver con la muerte y con el ostracismo. De esta época es su colosal Canción del extranjero en el que imagina la muerte como una liberación de las vejaciones de la vida, de la reprobatoria mirada de los demás, de la vergüenza, del dolor de vivir en medio de la burla y el miedo de sus propios amigos y el oprobio generalizado.

La última vez que vi a David estaba en el Bar Trianon. Tenía, igual que siempre, días de estar tomando. Estaba solo. Me ofreció un trago, que era su forma de pedirme que me quedara con él. Yo le respondí con la invocación del exorcismo católico: Va de retro, Satán. Cuando lo dejé aún estaba solo. Para mí esas excursiones eran una especie de slumming, de turismo burgués optativo; él, en cambio, había hecho suya esa senda de autodestrucción. Lo veíamos a ratos. Aparecía con hematomas gigantes en las costillas dormido sobre las mesas externas del Pulpo o nos llamaba desde algún bar peligroso en el cual se había quedado sin dinero para la cuenta. El oprobio del alcohólico lo iba rondando, se iba quedando, poco a poco, solo, como lo dijo en su poema Los Amigos:

"Pero todos coinciden
en que sos el mismo insoportable
Que qué desgracia llegar a donde has llegado
Porque eso sí que es grave"

Al igual Thich Quang Duc, David estaba en llamas y los que lo rodeábamos lo veíamos consumirse sin hacer nada al respecto, conmovidos por la horrible belleza del espectáculo. Todos sabíamos cómo iba a terminar ese asunto. David lo sabía también.

El rito purificador del Pharmakos griego, en el cual se escogía a alguien defectuoso para inmolarlo o expulsarlo es la versión primera del rito del chivo expiatorio del que da cuenta el Levítico en la Biblia hebrea. Un rito del que la religión cristiana hizo su centro: se sacrifica a uno para purificar a todos los demás. En el caso de la poesía, pareciera que existe este rol de Poeta en llamas que alguien, cada cierto tiempo, asume como suyo. En estos casos la poesía se torna performativa. Se declama borracho poemas sobre la intoxicación que producen la belleza y el dolor. Se narran los efectos de la propia destrucción, como sucedía en múltiples versos de David:

"Hace tanto que recorro un ir y venir
que la sombra se me adelanta siempre
y me besa por la noche una anciana querida
que no deja a las hienas comerme de antemano
(...)
Las tormentas me desquilibran
pierdo libido por toneladas

No se te ocurra llamar a decirme que me quieres
Necesito cuerpo y calle fija"

Como en una profecía que se cumple a sí misma, el poeta asume el rol que la sociedad le asigna. Aparecen poemas con el título de "En el tren se interesó solo por el precio de las cervezas" o "Pensando en la resaca". Se escriben versos como estos:

"Tengo fango en el tórax
y un olor de animal enjaulado que
corre sobre mi espalda hacia la cabeza

A media ebriedad de los viajes de oficio
mi sola disposición dinámica
hace heridas a ambos lados
y tira de mi piel como queriendo abrirme"

El rito manda que la víctima sacrificial sea expulsada para que expurgue a la comunidad, convertirlo en el extranjero, en el otro, en el ejemplo del horror que es convertir la poética en ética, de a consumirse en el fuego lento de la intoxicación poética vivida como pauta y no como búsqueda estética.

Como en el caso del monje en llamas, nadie se acerca a detener la autodestrucción del poeta en llamas, a su alrededor todos se agitan con la mezcla de horror y fascinación que producen los linchamientos, alguno muestra respeto, alguno cariño, la mayoría oprobio, enojo y reprobación.

Cuando el poeta en llamas se apaga y queda por fin hecho un puño de cenizas, sobreviene el silencio en el cual todavía alguno que aun no comprende que no hay ninguna forma correcta de ser poeta, condena a los poetas bohemios con la absurda intención de elevar su propio nivel de poeta con corbata, según la frase de Abelardo Bonilla.

Muchos años después, cuando de las llamas solo queda un resplandor lejano en la memoria, por fin se anima la gente a buscar entre las cenizas los poemas, para descubrir de qué estaba hecho aquel hombre que se dejó prender fuego en público, ante la mirada pasiva y la condenación silenciosa de su comunidad.




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Vida Ajena, G. A. Chaves



Nota publicada en el suplemento Áncora del periódico La Nación sobre la colección de poemas Vida Ajena, de Gustavo Adolfo Chaves.

Los anillos de Prometeo
 


En 1964, un estudiante de post-grado que realizaba una investigación en dendrocronología (estudio del pasado usando los anillos de los troncos de los árboles) cortó un árbol en Wheeler Peak (Nevada) que parecía muy viejo y del que no lograba obtener la información necesaria perforándolo de la manera usual.

Ese árbol, hoy conocido póstumamente como Prometeo, tenía cerca de 5.000 años de crecer en ese lugar y era el organismo vivo más viejo del planeta.

Es difícil, siempre, juzgar la vida completa de un organismo por el cascarón que típicamente lo representa. Cuanto más viejo es el cuerpo, más larga y probablemente más rica sea la vida. Los libros no son diferentes en este sentido. Un libro que apenas supera las sesenta páginas no lo lleva a uno a inmediatamente suponer que se compuso a lo largo de doce años.

Sin embargo, leyéndolo queda claro que los poemas de Vida ajena están más densamente sedimentados de lo usual. De hecho, Vida ajena es una especie de diario de viaje, viaje temporal o espacial, a lo largo de un rango de emociones o de un sentido recuento de amigos e influencias.

Vida ajena es el depósito que va ofreciendo la vida, año con año, para dejar constancia de que se pasó por ahí. No hay aquí superabundancia; todo está medido y concentrado para que la parte represente al todo, los lugares simbólicos, los amores y amistades que marcan, la admiración deslumbrante por ciertos poetas que se ventila en la apropiación, la mimesis, la cita o la paráfrasis.

Igual que los anillos de un árbol, en cada poema queda constancia de un tiempo transcurrido y en su aparente breve espacio se atrapa y reproduce un clima, el olor del aire, la calidad de la luz, un cielo de infancia, las nieves sorprendentes vistas por un autor joven que con el tiempo termina siendo el hermano menor, el hijo del actual, atrapado como el tronco inerte de un árbol, el pasado protegido con la delgada capa viva, la más tierna y más frágil.

En el recuento de lo que queda atrapado en Vida ajena hay poemas sobre César Vallejo y Max Jiménez, sobre Eugenio Montale; poemas que cantan con la voz de Ginsberg o la de Kleinzahler, en las que un cuadro de Juan Gris retrotrae el recuerdo cariñoso del poeta Julio Acuña, asesinado.

Son poemas en los que se dialoga con un querido mentor con el que discutía a Randall Jarrel o citaba a Delmore Schwartz, o recordaba a Berryman y a Broch, villanelas, sonetos, poemas en los que un Pound moderno piensa en Eliot.

No hace falta seguir para comprender que la forma de lo que hay atrapado en estos anillos es literatura de la literatura; poesía que es perfectamente comprensible, de imágenes precisas y mesuradas y lenguaje –a pesar de la poliglosia– nunca excesivo o presuntoso, pero no por eso fácil.

Aquí, la dificultad no está en descifrar un gongorismo, sino en poder apreciar el matiz del momento que congela el poema, de la tenue variación emocional, del sutil gesto preñado de significados que se hace usando las máscaras de los grandes poetas que dijeron todo tan bien antes que uno.

Recobrar el momento vivido, la extrañeza de la vida de otro distante de uno mismo como lo es el autor, el tratar de recobrar el momento en el que la cicatriz hoy borrada por el tiempo fue una herida supurante, es, sin duda, el reto de este poemario singular.

“Algo esta allá, en el pasado irrecuperable, sostenido por los nombres”, nos dice Chaves en “Por el río sinuoso”; “Es necesario perder para aprender a nombrar”. Más allá de la marca en la corteza que con los años se convertirá en un anillo más, un poema más, está la conciencia de que alrededor de estos poemas giró el mundo en un presente lejano, de que recordar lo particular es también reinventar el mundo que fue, de que más allá de la introspección “hay tanto que aprender de la luz y sus migraciones”.

Glosar poemarios como este, que son los resabios de una vida ajena, tiene siempre algo de catastrófico, algo no muy diferente de talar un árbol vivo para examinar sus anillos y de maravillarse con las marcas que alguna vez le dolieron, y tratar de imaginar la forma del cielo y la nieve y el sol pálido de sus días.

Con poemarios como Vida ajena, sólo se puede hacer una cosa: leerlos en silencio y vivir de nuevo momentos que otro vivió, ver el muñón anillado de Prometeo y tratar de regresar a la bellota de donde vino.


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La Madriguera, Rodolfo Arias Formoso



Esta es la presentación que hicimos del nuevo libro de  Rodolfo Arias Formoso en el marco de la Feria Internacional del Libro en Costa Rica, 2010.




La Madriguera, Rodolfo Arias Formoso
por Juan Murillo



Los libros de Rodolfo son, de hace unos años para acá, parte fundamental del panorama literario costarricense contemporáneo.   Sin embargo, esto no fue siempre así.  Cuando se publicó por primera vez El Emperador Tertuliano y la Legión de los Superlimpios, su primera novela, el texto era decididamente un fenómeno subterráneo.  Parte de las razones para esto eran la libertad formal y el desafuero cómico que era parte esencial de esta obra, pero además, como toda primera novela de ruptura, el establishment literario no sabía bien como recibirla.  Los más jóvenes la encontrábamos fabulosa, pero en definitiva no había consenso en el gremio, -más que entre los lectores, a quienes siempre les gustó-, si la novela era un éxito o un fracaso.  La reedición de El Emperador este año por parte de la Editorial Costa Rica da ya el espaldarazo definitivo a esta novela como una de las más importantes e inolvidables rupturas con los cánones tradicionales de la literatura de nuestro país.  Un aporte que ha influido a autores posteriores, aunque ninguno con un valor y una capacidad transgresora parecida a la que demuestra Rodolfo en esta novela. 

            Después de la publicación de Tertuliano pasaron muchos años antes de que apareciera Vamos para Panamá, una novela de Rodolfo de corte más tradicional pero no por eso menos buena, que utilizaba los monólogos interiores de los personajes para contar la historia de una familia durante un viaje por carretera hacia Panamá.  La novela, que inicialmente aparenta ser simple, no lo es.  Es una novela engañosa que pareciera una detracción del anterior experimentalismo, pero que lo que es en realidad es un refinamiento de los recursos de la novela anterior, una inspección más detallada del interior de los personajes, una observación más justificada de sus pequeñas manías, motivaciones y los pequeños detalles que componen sus vidas y los hacen, a la vez, individuos y representaciones populares de todos nosotros.

            En el 2007, Rodolfo Arias publicó la novela en la que venía trabajando desde hacía muchos años, Te llevaré en mis ojos, que originalmente tenía el título de El alfiler y la mariposa, y que estaba modelada como una épica generacional, representada por un elenco de personajes más amplio que el de las anteriores novelas y que venía a ser un retrato de época y un examen de motivaciones y resultados de los ideales que informaban esa época, un poco como lo hiciera León Tolstoi con su Guerra y Paz en la Rusia zarista.  Esta aparente evolución de su narrativa, que es tan común en artistas con una trayectoria extendida en el tiempo, presentaba un problema ya conocido para los admiradores que ven la obra de un autor cambiar con cada libro que publica.  El fanático de una primera obra que se alimenta de el bravado y la inocencia de la juventud, se siente de pronto lejano de la obra de madurez que busca explorar en detalle ciertos temas nominalmente más serios.  A estos cambios se añadieron las circunstancias de que a la obra le fue otorgado en el 2007 el premio nacional de novela Aquileo Echeverría y que Rodolfo con posterioridad a esta publicación se le ofreció ser colaborador de una sección de la revista dominical del periódico La Nación, con la consecuencia inevitable de que se convirtió irrevocablemente en un autor reconocido e importante a los ojos de un público bastante amplio.

            Aparece ahora La Madriguera, que es la única colección de cuentos de Rodolfo Arias Formoso.  Esta colección es inusual porque los autores, en nuestro país, tienden a escribir cuentos que van publicando con el tiempo en colecciones organizadas con lo último escrito al tiempo que van publicando sus novelas.  La madriguera, en cambio, es la recopilación de toda la obra de narrativa corta escrita por Rodolfo Arias hasta ahora y que no había aún salido a la luz.   En La Madriguera hay cuentos contemporáneos o incluso quizá anteriores a Tertuliano, así como hay cuentos que se terminaron de escribir este año.  Entre esos dos extremos está un grupo de dieciocho cuentos de una variedad que confirma tanto la versatilidad como el amplio rango de capacidades e intereses de Rodolfo como autor.  En La Madriguera hay varios cuentos de una página de extensión, como lo son Horacio y Alfred Mouse, pequeños retratos de personajes inolvidables, así como también hay un cuento de casi cincuenta páginas, El sitio vacío, que es, a su vez, otro retrato, mucho más profundo y detallado de otro personaje que por insólito resulta totalmente real.  Además en este colección podemos ver el rango formal de Rodolfo con cuentos románticos de un corte más tradicional, como Buzón de bronce, que ha resultado ser uno de los cuentos con los que los lectores más se encariñan, pasando por el cuento siamés Carlos y Carlos, cuya estructura son dos historias deliberadamente yuxtapuestas pero totalmente discernibles, a experimentos literarios como el diminuto y lírico Dios prá o al juego de asociaciones numéricas e históricas que es Quinientos, ancianos.

            Es inevitable que haya juego y diversión en estos cuentos, porque ese es uno de los rasgos más notorios de la narrativa de Rodolfo Arias, pero no faltan tampoco los cuentos más sobrios o incluso terribles, cuentos sobre la demencia como Polvo que cae, o sobre la muerte como Yo ya estoy muerta.  Pero no son esos cuentos los que le dan cuerpo a la obra, son en realidad acentos de otra tónica que también es inmediatamente reconocible para cualquier lector de las obras de Rodolfo:  El amor.  El amor es quizá el tema más preponderante en su obra y aquí esta representado por pequeñas joyas como Taijitu en gris o Xinia, historias de amor frustradas, que son, como todas las buenas historias de amor, a la vez una delicia y un dolor.

            Aquí está, entonces, en un libro de ciento ochenta y tres páginas, un microcosmos del universo literario del autor.  El lector que aún no haya leído ningún libro de Rodolfo Arias, puede asomarse rápidamente a este mundo de juego verbal y retratos cálidos de personajes de todos los días, leyendo La Madriguera.


Y esto me trae de vuelta al periplo inicial que dábamos sobre lo que se ha venido a retratar como la evolución de la narrativa de Rodolfo Arias Formoso.  Mi tesis es que, al contrario del concepto de evolución, en el cual nunca hay una vuelta atrás, a los orígenes, lo que sucede en el arte es que hay un rango de sensibilidades que está disponible para cada autor en particular dependiendo de lo que quiera o necesite hacer.  No se pasa de ser un autor irreverente a uno serio con el tiempo.  Si se escriben obras irreverentes alguna vez, y luego obras serias, es porque el autor es capaz de ambos registros.   Los autores acumulan con el tiempo capacidades nuevas, destrezas aprendidas, resultados de experimentos literarios que a veces nunca ven la luz de las imprentas y todo ese aresenal está siempre disponible para ser usado cuando se necesite.  A mí me parece que este libro es un ejemplo, o una demostración, un muestreo digamos, de las amplias capacidades de Rodolfo en los géneros narrativos.  Me parece que La Madriguera complacerá tanto al fanático de experimentalismo divertidísimo del Tertuliano, como al amante de la pasión extensa que habita Te llevaré en mis ojos,  y en particular, creo, deleitará a aquel afortunado que no conozca la obra de Rodolfo, a quien el futuro le depara la maravillosa exploración que es visitar sus historias por primera vez.




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La estirpe de Penélope



Artículo publicado ayer en el suplemento Áncora de La Nación sobre los personajes literarios que esperan y sobre la espera, el tedio, la esperanza y la iluminación en la vida cotidiana.

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La posibilidad de un desierto



Sobre la declaración de desiertos de las ramas de cuento y novela de los premios nacionales del 2009, publicado originalmente en RedCultura La posibilidad de un desierto


La posibilidad de un desierto

por Juan Murillo


Una bofetada. Un salivazo en la cara.  Un insulto.  Eso es la declaración de desierto en las categorías de cuento y novela en los premios nacionales, un insulto.   Los jurados, este año, por lo visto, piensan que ninguna de las obras presentadas merece ser honradas con el premio.  Ninguna de las 41 obras presentadas merece el premio.  Eso sin contar el hecho de que el año pasado se desecharon otras 33 al declarar desierta la categoría de cuento del 2008.  Ninguna de las obras de cuento publicadas en los últimos dos años merece el premio.  Ninguna de las novelas de este año. ¿Qué esperan los jurados que se interprete de semejante gesto?  ¿De una decisión que atenta directamente contra el espíritu con el que fueron creados los premios?

La Ley de Premios (Ley 7345) impone la obligación a los jurados de otorgar el premio a la mejor obra dada a conocer al público durante el año anterior.   Claramente con "mejor" la ley se refiere a una comparación entre las obras participantes de ese año.  De modo que la obligación de los jurados es comprar las obras de ese año y escoger la mejor.

La ley también faculta a los jurados a declarar los premios desiertos, sin aclarar cuando deberá aplicarse esa excepción a su propósito central.  Pero la facultad de declarar un premio desierto siempre deberá tener, por la naturaleza misma de la ley (la creación de premios de cultura), un carácter excepcional.  Sólo hay un motivo por el que se puede aplicar esta excepción:  que criterios técnicos impidan el otorgamiento (no hay obras presentadas, o publicadas, en ese género, o todas las presentadas quedan descalificadas por cuestiones técnicas).  En ese caso la declaratoria de desierto actúa como una salvaguarda de que las obligaciones de los jurados no se vuelvan imposibles de ejecutar.

Los jurados no pueden interpretar la ley a su antojo.  El otorgamiento de una facultad no los autoriza a aplicarla fuera del marco general de esa misma ley.  Los jurados no pueden, por ejemplo, decidir que la comparación de obras en un año dado no será entre las participantes mismas, sino contra algún canon abstracto de su personal escogencia.  Tampoco pueden optar por criterios extraliterarios que no apliquen directamente a la obra para tomar su decisión.  Si a concurso se presentan dos obras, el deber de los jurados se reduce a evaluarlas y decidir cual es "mejor".   Dicho de otro modo, la facultad de declarar desierta una categoría no puede basarse en un criterio de que las participantes no tienen calidad suficiente, puesto que no se está escogiendo la "óptima" (superlativo) sino la "mejor" (comparativo).  De modo que con sólo estar presentadas, alguna de todas las obras determina el máximo de calidad relativo a ese grupo (la "mejor").

Más allá de la mala interpretación de la ley está la incomprensión del propósito de los premios.  En Costa Rica existen, en literatura, pocas instancias de reconocimiento a la labor literaria.  Este premio es una de ellas.  Se sabe que de la literatura no se puede vivir, y que la mayoría de las veces los costos exceden los beneficios que produce la labor literaria.  Se sabe que, en general, la gente prefiere comprar el superventas de moda que leer literatura escrita por costarricenses.  Se sabe que en la elaboración de una obra literaria se invierten incontables horas de esfuerzo y pasión.  Se sabe que sin una literatura propia nuestro medio cultural sería infinitamente más pobre.   Se sabe que la labor del Ministerio es otorgar el premio y que la de los premios es incentivar la labor literaria.  Se sabe que la declaratoria de desierto causa tanto daño a las obras presentadas como al premio en sí mismo. Todo esto es de conocimiento común, y aún así, a contrapelo de sus obligaciones, haciendo gala de un descuido de deberes y una falta de sensibilidad descomunales, los jurados deciden, de un plumazo, desechar todas las obras concursantes en dos categorías y desperdiciar, sí, desperdiciar dos premio este año.

La ley declara las decisiones de los jurados inapelables, pero eso no los autoriza a la arbitrariedad, ni los exime de dar explicaciones.  Ante semejante gesto de desprecio la comunidad literaria de Costa Rica no puede menos que exigirle a los jurados una explicación exhaustiva de su modo de actuar. El daño ya está hecho, ahora que se expliquen.  Que digan si la intención era insultarnos a todos, si lo que buscan es la desertificación de la literatura costarricense; o si este acto inédito tiene alguna otra posible justificación.



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RedCultura - Sobre los Premios Nacionales de Literatura 2009



Pequeña nota preparatoria sobre la labor de los jurados en los Premios Nacionales de Literatura y la vigilancia que debemos ejercer todos los demás.

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Ficción y Verdad



Ficción y Verdad, sobre las reprecusiones políticas de los conceptos de literatura y las escuelas de crítica literaria.


Ficción y Verdad

Toda obra literaria es un diálogo entre autor y lector. Para poder comprender la obra y apropiarse de ella, el lector se pone en los zapatos del autor, como lo haría en una conversación, y tratar de abarcar, desde su perspectiva, la historia que se le cuenta y comprenderla. A esto se le llama interpretar la obra.

Esta afirmación tajante tiene necesariamente que chocar a los lectores de formación académica, en vista de que va en contra un gran grupo de teorías literarias, pero el lector usual la entiende y probablemente la comparte. Ahora bien ¿por qué debe el lector de ponerse en los zapatos del autor? El lector claramente no le debe nada a nadie y puede leer como le de la gana. Sin embargo, en todo acto comunicativo se requiere una reunión de voluntades que quieran entenderse, y el lector usual se acerca a la obra literaria con el afán de comprenderla como fue escrita, y en busca del cumplimento de ese contrato tácito entre él y el autor que dice que en el libro esta plasmada la voz de alguien que quiere contarle algo, asume y ejecuta esa unión imaginativa en la que el texto que él lee es la voz del autor, revelando la perspectiva del autor, diciendo lo que el autor quiso decir.

La crítica literaria ha pasado, desde el romanticismo, que vio el nacimiento de los conceptos de literatura, novela y autor como hoy los conocemos, por tres posiciones distintas en cuanto a lo que es la literatura en cuanto a objeto de estudio. Durante el romanticismo se gestó la idea de que la literatura nacía del genio y la inspiración del autor, que el autor y la literatura eran una sola cosa. Durante el final de siglo XIX y primera mitad del veinte, bajo el influjo del positivismo, la mercantilización de la cultura y el cientificismo se propició un cambio de definición de la literatura en la que la literatura era el texto y en la cual el autor y lector eran asuntos a ignorarse a la hora de interpretar. Entre las escuelas que siguieron esta ruta están la crítica fenomenológica, el formalismo ruso, el new criticism norteamericano, el estructuralismo y algunos exponentes de posestructuralismo. Posteriormente en la teoría de la recepción, que es una extensión de la hermenéutica literaria, se ha propuesto una idea de literatura como lo que sucede en el lector cuando durante el acto de lectura.

En verdad es impresionante ver la cantidad de material y esfuerzo desarrollado en los últimos doscientos años para defender ideas de la literatura que van directamente en contra de la literatura como acto comunicativo. Vamos aquí a repetir lo obvio y que una gran parte de la teoría literaria parece empeñada en olvidar: si de la ecuación literaria escritor > texto > lector se sustrae cualquiera de los componentes, la literatura deja de existir. ¿Por qué entonces pretendería alguien comprender la literatura únicamente desde uno de los tres componentes e ignorar a los otros? La respuesta tiene que ver más con practicas sociales y académicas, ideología y ejercicio del poder que con la literatura misma.

La interpretación de una obra debe necesariamente ocuparse de la intención del autor, que puede ser, como ya dijimos clara o confusa, exacta o contradictoria pero que finalmente está plasmada en el texto como vehículo que es de un acto comunicativo. La primera lectura se debe hacer buscando abarcar la posición del autor en un acto de comunión de ideas, historia, emociones. El texto, por otra parte, esta construido con un conjunto ordenado de palabras, cuyo propósito inicial es evocar significados precisos, pero que como parte de un lenguaje que a su vez es una creación social e histórica que está en constante cambio y flujo, se prestan para evocar múltiples significados y no uno sólo. Finalmente, no hay interpretación ni literatura sin el lector, cuya lectura es siempre específica de sí mismo, hecha desde su realidad y vivencia histórica, con su personalidad y prejuicios, bagaje cultural y lecturas.

De modo que ese ponerse en los zapatos del autor que mencionábamos antes no significa rendirse sumisamente a la expresión del autor, como tampoco sucede durante cualquier conversación entre iguales, sino un escuchar lo que el otro quiere decir, con consciencia de que podemos concordar o no, pero que en cualquier caso la comprensión e interpretación de lo escrito estará mediada por el lenguaje que es abierto y fluido, y por la convención literaria de que los textos literarios pueden evocar múltiples significados y admiten múltiples lecturas.

La interpretación de una obra, por lo tanto, debe incluir los factores históricos y culturales que envuelven tanto al lector como al autor, que son los que han determinado los significados que inicialmente se buscaron plasmar en el texto y los que finalmente surgen de él respectivamente. Esto abarca tanto la biografía del autor, como la del interpretador, incluyendo posición ideológica, preferencias literarias, circunstancias vivenciales y cualquier otro tipo de asuntos que hayan influido al momento de escribir y leer, incluyendo otras críticas y lecturas. El texto se convierte en un puente, un puente entre dos realidades históricas y entre dos individuos.

Ya establecida la viabilidad de una interpretación totalizante que abarque todo lo que pueda influir, desde el punto de unión de ambas perspectivas, hay que hablar de lo que dice o cuenta la obra propiamente, porque finalmente en eso radica la importancia de incluir al autor como origen del texto que se lee.

La división de los textos entre ficción y no ficción es, como el concepto de lo literario, una invención relativamente reciente. Con el romanticismo, lo literario comenzó a entenderse como lo exclusivamente imaginativo, ficticio o por lo menos intangible y no comprobable, en el caso de la poesía. Las narrativas, lo que se contaba en las obras literarias, debían ser simples entretenimientos que el lector condescendía a considerar durante un rato que se le dedicaba al entretenimiento o gozo artístico. Los artistas, así mismo, se refugiaban en la creación imaginativa proponiendo utopías o retratando la época de manera crítica, pero ya despojados del poder de presentar su narrativa como alternativa frente a una esa otra narrativa que se venía gestando como la realidad verdadera a través de los textos que se consideraban no literarios, con lo cual se vieron entonces recluidos al simpático e inofensivo reino de la imaginación que actualmente es la ficción literaria.

Aquí vale la pena preguntarse ¿por qué se acepta esta división?, o más exactamente, ¿por qué es importante decir que tal o cual obra es ficción?, aplicando un criterio de verdad que es comprensible, digamos a nivel legal, pero incomprensible e indefendible a nivel cultural o ideológico. La verdad como correspondencia con lo real, con lo que se puede confirmar o probar científicamente tiene aplicaciones prácticas valiosas, específicamente en la ciencia y en el derecho, pero no es, ni puede ser, el criterio de verdad que use el hombre para imaginar su forma de organizarse, para imaginar su futuro, y comprender su relación con lo otros y consigo mismo.

La versión de la Historia y la realidad social que nos rodean y en las que creemos con la misma fe con la que creemos en la verdad de estas manos que escriben este texto o los ojos que lo leen, son construcciones sociales, narrativas, historias que hemos consentido en aceptar como verdades, o sea, verdades por consenso. La obra literaria, al proponer nuevos significados invocados por medio de historias, que es la forma en la que comprendemos lo que sucede a nuestro alrededor, está siempre proponiendo alternativas a esta otra realidad e Historia que son las que aceptamos como reales y verdaderas por defecto. La lectura de la realidad en la obra literaria es una alternativa a la realidad aceptada convencionalmente. En el tanto que esta narrativa alternativa es útil para el lector, por el motivo que sea, ¿por qué no puede este aceptarla como verdadera, y como tal, dejarla que repercuta en sus acciones?

En el tanto que la nueva narrativa proponga una verdad útil al lector puede competir con otras narrativas como la Historia y la visión del presente. La interpretación de la obra por parte del lector buscará entonces completar el diálogo con el autor para evaluar la validez, para el que lee, de esa verdad propuesta. La verdad en cuanto a lo literario es entonces, no necesariamente aquello que corresponde con lo “real”, en vista de que la realidad comprendida desde la mente humana es en su mayor parte otra narrativa. Tampoco tiene que ver con su coherencia dentro de esa narrativa anterior y previamente aceptada como verdadera a la cual se presenta como alternativa. La verdad es finalmente lo que aceptamos como algo en lo que podemos creer como propuesta del futuro o lectura del presente y pasado y que podemos defender porque nos parecen útil en nuestra vida.

La utilidad para el lector es entonces el criterio que determina el éxito entre las narrativas que compiten en el ámbito cultural por instaurarse como versión aceptada de la realidad única. En este sentido compiten por la verdad tanto la novela, el cuento o el poema como la crónica noticiosa, el testimonio o el artículo de opinión.

La noción de verdad como posible producto de la obra de ficción nos lleva de lleno al campo de la política, que es de dónde se le ha querido excluir desde el romanticismo. En la medida que la obra literaria pueda proponer una visión de mundo alternativa a la dominante, tanto esa propuesta narrativa (escritura) como la interpretación y evaluación de la verdad contenida en esta narrativa (lectura) son actos políticos. Pero aún y siendo actos políticos, no requieren de un compromiso político de parte del lector o autor, o, dicho de otro modo, son políticos a pesar de la posición del lector y el autor en cuanto a la política.

¿Hace falta entonces un lector o autor “comprometido” con una causa política para que esto suceda? En definitiva, no. Esta noción de verdad no es una propuesta o un objetivo a alcanzarse, sino una descripción de la forma en la que la literatura afecta el ámbito social en el que aparece. No hace falta que el autor o el lector crean en lo que aquí se dice, basta con que la lectura de una obra afecte la visión de mundo del lector para que se cumpla lo propuesto arriba. De modo que no es importante que el autor o lector concuerden con estas ideas, sino simplemente que representen sus papeles -que escriba uno y que lea el otro- para que efectivamente se siembre la posibilidad de cambio.

Si aceptamos la tesis de Rodrigo Soto de que la literatura costarricense es esencialmente contrahegemónica, crítica y no complaciente, sería entonces fácil de explicar porque se le ha aplicado a la literatura nacional una política oficial de invisibilización y desestímulo. La literatura, en su papel de agente de cambio político, es peligrosa para el status quo y es de esperar que no sea estimulada en el tanto se encuentre inscrita vertientes que critican o proponen alternativas a los proyectos políticos dominantes.

Existe, por otro lado, la literatura que se dedica a la belleza pura, a las formas clásicas, a la elevación de la imagen nacional y el engrandecimiento del mito de excepcionalidad en el cual todos somos iguales a lo interno y diferentes de los demás, o la literatura que se dedica a hablar de nada, que renuncia a concretizar la lectura de los valores del autor y se limita a presentar un producto que guste, elaborando temas humanos generales sobre formas narrativas convencionales. En ese gesto de abdicación de la autoría y renuncia a los propios valores del autor en favor de un lector imaginario y conservador, que proponen las editoriales transnacionales como mercado meta, el autor se neutraliza a sí mismo e impide que el lector que hubiese podido aprovechar su obra encuentre esa propuesta en el mercado. Por otro lado, no es imposible que este tipo de literatura responda directamente a un deseo de algún autor particular por mantener el status quo, concordando plenamente con su visión del presente y encontrándose, de pronto, sin temas sobre los cuales escribir.

En general, solo es importante el reconocimiento de la importancia de todos los elementos de la ecuación literaria por parte de la crítica. El lector común entiende perfectamente que alguien le está hablando a través del libro y ya con eso se completa la triada comunicativa. El autor, a oscuras ante el futuro lector de su obra, tiene que escribir lo que le parece importante, pero difícilmente olvida que escribe libros para que lo lean. La crítica, sin embargo, alentada por modas académicas y presiones ideologicas, es la que insiste con una miopía escalofriante en encerrarse en debates, que nacen ya alejados de la literatura, sobre por qué alguno de los elementos se debe privilegiar sobre los otros durante el acto interpretativo. La interpretación debe abocarse a comprenderlo todo y usar cualquier arma metodológica que se preste para cumplir ese objetivo. Cualquier reducción excluyente del campo de interpretación o de las herramientas a usar deviene en dogma y neutraliza, total o parcialmente, a la literatura. El deber del crítico es abrir las compuertas de la literatura para que inunde el presente, y para esa labor debe librarse de todas las cadenas que lo retienen.


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El sentido de la vida - David Foster Wallace



David Foster Wallace en su discurso inaugural para la graduación de 2005 en Kenyon College; sobre cómo la educación lo que busca es darnos capacidad para la compasión y la empatía y sobre cómo vivir significativamente implica escoger constantemente a qué se le presta atención y como se construye el sentido desde la experiencia vivida.


Este texto, de apenas cinco cuartillas, ejemplifica perfectamente el tipo de escritor que demuestra ser Foster Wallace en casi toda su obra escrita. En la era del cinismo y la ironía, siendo la punta de lanza de la generación postmoderna, cuyo estandarte es la burla y la distancia y la pirueta, Foster Wallace continuamente se arriesgaba a hablar sobre las emociones humanas que conforman la gran literatura, sobre nuestros deberes morales como seres humanos y sobre el sentido de nuestra vida. En nuestra época esa es la verdadera postura rebelde, la postura que requiere valor. Entenderlo, como sólo lo puede entender alguien que sabe sufrir, y decirlo -porque si no se comparte, nada vale saberlo- para que nuestra vida no se pierda en el espectáculo deslumbrante, superficial y frío que es el desfile de imágenes y datos de la contemporaneidad.

David Foster Wallace, May 21, 2005

(If anybody feels like perspiring [cough], I'd advise you to go ahead, because I'm sure going to. In fact I'm gonna [mumbles while pulling up his gown and taking out a handkerchief from his pocket].) Greetings ["parents"?] and congratulations to Kenyon's graduating class of 2005. There are these two young fish swimming along and they happen to meet an older fish swimming the other way, who nods at them and says "Morning, boys. How's the water?" And the two young fish swim on for a bit, and then eventually one of them looks over at the other and goes "What the hell is water?"

This is a standard requirement of US commencement speeches, the deployment of didactic little parable-ish stories. The story ["thing"] turns out to be one of the better, less bullshitty conventions of the genre, but if you're worried that I plan to present myself here as the wise, older fish explaining what water is to you younger fish, please don't be. I am not the wise old fish. The point of the fish story is merely that the most obvious, important realities are often the ones that are hardest to see and talk about. Stated as an English sentence, of course, this is just a banal platitude, but the fact is that in the day to day trenches of adult existence, banal platitudes can have a life or death importance, or so I wish to suggest to you on this dry and lovely morning.

Of course the main requirement of speeches like this is that I'm supposed to talk about your liberal arts education's meaning, to try to explain why the degree you are about to receive has actual human value instead of just a material payoff. So let's talk about the single most pervasive cliché in the commencement speech genre, which is that a liberal arts education is not so much about filling you up with knowledge as it is about quote teaching you how to think. If you're like me as a student, you've never liked hearing this, and you tend to feel a bit insulted by the claim that you needed anybody to teach you how to think, since the fact that you even got admitted to a college this good seems like proof that you already know how to think. But I'm going to posit to you that the liberal arts cliché turns out not to be insulting at all, because the really significant education in thinking that we're supposed to get in a place like this isn't really about the capacity to think, but rather about the choice of what to think about. If your total freedom of choice regarding what to think about seems too obvious to waste time discussing, I'd ask you to think about fish and water, and to bracket for just a few minutes your skepticism about the value of the totally obvious.

Here's another didactic little story. There are these two guys sitting together in a bar in the remote Alaskan wilderness. One of the guys is religious, the other is an atheist, and the two are arguing about the existence of God with that special intensity that comes after about the fourth beer. And the atheist says: "Look, it's not like I don't have actual reasons for not believing in God. It's not like I haven't ever experimented with the whole God and prayer thing. Just last month I got caught away from the camp in that terrible blizzard, and I was totally lost and I couldn't see a thing, and it was fifty below, and so I tried it: I fell to my knees in the snow and cried out 'Oh, God, if there is a God, I'm lost in this blizzard, and I'm gonna die if you don't help me.'" And now, in the bar, the religious guy looks at the atheist all puzzled. "Well then you must believe now," he says, "After all, here you are, alive." The atheist just rolls his eyes. "No, man, all that was was a couple Eskimos happened to come wandering by and showed me the way back to camp."

It's easy to run this story through kind of a standard liberal arts analysis: the exact same experience can mean two totally different things to two different people, given those people's two different belief templates and two different ways of constructing meaning from experience. Because we prize tolerance and diversity of belief, nowhere in our liberal arts analysis do we want to claim that one guy's interpretation is true and the other guy's is false or bad. Which is fine, except we also never end up talking about just where these individual templates and beliefs come from. Meaning, where they come from INSIDE the two guys. As if a person's most basic orientation toward the world, and the meaning of his experience were somehow just hard-wired, like height or shoe-size; or automatically absorbed from the culture, like language. As if how we construct meaning were not actually a matter of personal, intentional choice. Plus, there's the whole matter of arrogance. The nonreligious guy is so totally certain in his dismissal of the possibility that the passing Eskimos had anything to do with his prayer for help. True, there are plenty of religious people who seem arrogant and certain of their own interpretations, too. They're probably even more repulsive than atheists, at least to most of us. But religious dogmatists' problem is exactly the same as the story's unbeliever: blind certainty, a close-mindedness that amounts to an imprisonment so total that the prisoner doesn't even know he's locked up.

The point here is that I think this is one part of what teaching me how to think is really supposed to mean. To be just a little less arrogant. To have just a little critical awareness about myself and my certainties. Because a huge percentage of the stuff that I tend to be automatically certain of is, it turns out, totally wrong and deluded. I have learned this the hard way, as I predict you graduates will, too.

Here is just one example of the total wrongness of something I tend to be automatically sure of: everything in my own immediate experience supports my deep belief that I am the absolute center of the universe; the realist, most vivid and important person in existence. We rarely think about this sort of natural, basic self-centeredness because it's so socially repulsive. But it's pretty much the same for all of us. It is our default setting, hard-wired into our boards at birth. Think about it: there is no experience you have had that you are not the absolute center of. The world as you experience it is there in front of YOU or behind YOU, to the left or right of YOU, on YOUR TV or YOUR monitor. And so on. Other people's thoughts and feelings have to be communicated to you somehow, but your own are so immediate, urgent, real.

Please don't worry that I'm getting ready to lecture you about compassion or other-directedness or all the so-called virtues. This is not a matter of virtue. It's a matter of my choosing to do the work of somehow altering or getting free of my natural, hard-wired default setting which is to be deeply and literally self-centered and to see and interpret everything through this lens of self. People who can adjust their natural default setting this way are often described as being "well-adjusted", which I suggest to you is not an accidental term.

Given the triumphant academic setting here, an obvious question is how much of this work of adjusting our default setting involves actual knowledge or intellect. This question gets very tricky. Probably the most dangerous thing about an academic education -- least in my own case -- is that it enables my tendency to over-intellectualize stuff, to get lost in abstract argument inside my head, instead of simply paying attention to what is going on right in front of me, paying attention to what is going on inside me.

As I'm sure you guys know by now, it is extremely difficult to stay alert and attentive, instead of getting hypnotized by the constant monologue inside your own head (may be happening right now). Twenty years after my own graduation, I have come gradually to understand that the liberal arts cliché about teaching you how to think is actually shorthand for a much deeper, more serious idea: learning how to think really means learning how to exercise some control over how and what you think. It means being conscious and aware enough to choose what you pay attention to and to choose how you construct meaning from experience. Because if you cannot exercise this kind of choice in adult life, you will be totally hosed. Think of the old cliché about quote the mind being an excellent servant but a terrible master.

This, like many clichés, so lame and unexciting on the surface, actually expresses a great and terrible truth. It is not the least bit coincidental that adults who commit suicide with firearms almost always shoot themselves in: the head. They shoot the terrible master. And the truth is that most of these suicides are actually dead long before they pull the trigger.

And I submit that this is what the real, no bullshit value of your liberal arts education is supposed to be about: how to keep from going through your comfortable, prosperous, respectable adult life dead, unconscious, a slave to your head and to your natural default setting of being uniquely, completely, imperially alone day in and day out. That may sound like hyperbole, or abstract nonsense. Let's get concrete. The plain fact is that you graduating seniors do not yet have any clue what "day in day out" really means. There happen to be whole, large parts of adult American life that nobody talks about in commencement speeches. One such part involves boredom, routine, and petty frustration. The parents and older folks here will know all too well what I'm talking about.

By way of example, let's say it's an average adult day, and you get up in the morning, go to your challenging, white-collar, college-graduate job, and you work hard for eight or ten hours, and at the end of the day you're tired and somewhat stressed and all you want is to go home and have a good supper and maybe unwind for an hour, and then hit the sack early because, of course, you have to get up the next day and do it all again. But then you remember there's no food at home. You haven't had time to shop this week because of your challenging job, and so now after work you have to get in your car and drive to the supermarket. It's the end of the work day and the traffic is apt to be: very bad. So getting to the store takes way longer than it should, and when you finally get there, the supermarket is very crowded, because of course it's the time of day when all the other people with jobs also try to squeeze in some grocery shopping. And the store is hideously lit and infused with soul-killing muzak or corporate pop and it's pretty much the last place you want to be but you can't just get in and quickly out; you have to wander all over the huge, over-lit store's confusing aisles to find the stuff you want and you have to maneuver your junky cart through all these other tired, hurried people with carts (et cetera, et cetera, cutting stuff out because this is a long ceremony) and eventually you get all your supper supplies, except now it turns out there aren't enough check-out lanes open even though it's the end-of-the-day rush. So the checkout line is incredibly long, which is stupid and infuriating. But you can't take your frustration out on the frantic lady working the register, who is overworked at a job whose daily tedium and meaninglessness surpasses the imagination of any of us here at a prestigious college.

But anyway, you finally get to the checkout line's front, and you pay for your food, and you get told to "Have a nice day" in a voice that is the absolute voice of death. Then you have to take your creepy, flimsy, plastic bags of groceries in your cart with the one crazy wheel that pulls maddeningly to the left, all the way out through the crowded, bumpy, littery parking lot, and then you have to drive all the way home through slow, heavy, SUV-intensive, rush-hour traffic, et cetera et cetera.

Everyone here has done this, of course. But it hasn't yet been part of you graduates' actual life routine, day after week after month after year.

But it will be. And many more dreary, annoying, seemingly meaningless routines besides. But that is not the point. The point is that petty, frustrating crap like this is exactly where the work of choosing is gonna come in. Because the traffic jams and crowded aisles and long checkout lines give me time to think, and if I don't make a conscious decision about how to think and what to pay attention to, I'm gonna be pissed and miserable every time I have to shop. Because my natural default setting is the certainty that situations like this are really all about me. About MY hungriness and MY fatigue and MY desire to just get home, and it's going to seem for all the world like everybody else is just in my way. And who are all these people in my way? And look at how repulsive most of them are, and how stupid and cow-like and dead-eyed and nonhuman they seem in the checkout line, or at how annoying and rude it is that people are talking loudly on cell phones in the middle of the line. And look at how deeply and personally unfair this is.

Or, of course, if I'm in a more socially conscious liberal arts form of my default setting, I can spend time in the end-of-the-day traffic being disgusted about all the huge, stupid, lane-blocking SUV's and Hummers and V-12 pickup trucks, burning their wasteful, selfish, forty-gallon tanks of gas, and I can dwell on the fact that the patriotic or religious bumper-stickers always seem to be on the biggest, most disgustingly selfish vehicles, driven by the ugliest [responding here to loud applause] (this is an example of how NOT to think, though) most disgustingly selfish vehicles, driven by the ugliest, most inconsiderate and aggressive drivers. And I can think about how our children's children will despise us for wasting all the future's fuel, and probably screwing up the climate, and how spoiled and stupid and selfish and disgusting we all are, and how modern consumer society just sucks, and so forth and so on.

You get the idea.

If I choose to think this way in a store and on the freeway, fine. Lots of us do. Except thinking this way tends to be so easy and automatic that it doesn't have to be a choice. It is my natural default setting. It's the automatic way that I experience the boring, frustrating, crowded parts of adult life when I'm operating on the automatic, unconscious belief that I am the center of the world, and that my immediate needs and feelings are what should determine the world's priorities.

The thing is that, of course, there are totally different ways to think about these kinds of situations. In this traffic, all these vehicles stopped and idling in my way, it's not impossible that some of these people in SUV's have been in horrible auto accidents in the past, and now find driving so terrifying that their therapist has all but ordered them to get a huge, heavy SUV so they can feel safe enough to drive. Or that the Hummer that just cut me off is maybe being driven by a father whose little child is hurt or sick in the seat next to him, and he's trying to get this kid to the hospital, and he's in a bigger, more legitimate hurry than I am: it is actually I who am in HIS way.

Or I can choose to force myself to consider the likelihood that everyone else in the supermarket's checkout line is just as bored and frustrated as I am, and that some of these people probably have harder, more tedious and painful lives than I do.

Again, please don't think that I'm giving you moral advice, or that I'm saying you are supposed to think this way, or that anyone expects you to just automatically do it. Because it's hard. It takes will and effort, and if you are like me, some days you won't be able to do it, or you just flat out won't want to.

But most days, if you're aware enough to give yourself a choice, you can choose to look differently at this fat, dead-eyed, over-made-up lady who just screamed at her kid in the checkout line. Maybe she's not usually like this. Maybe she's been up three straight nights holding the hand of a husband who is dying of bone cancer. Or maybe this very lady is the low-wage clerk at the motor vehicle department, who just yesterday helped your spouse resolve a horrific, infuriating, red-tape problem through some small act of bureaucratic kindness. Of course, none of this is likely, but it's also not impossible. It just depends what you what to consider. If you're automatically sure that you know what reality is, and you are operating on your default setting, then you, like me, probably won't consider possibilities that aren't annoying and miserable. But if you really learn how to pay attention, then you will know there are other options. It will actually be within your power to experience a crowded, hot, slow, consumer-hell type situation as not only meaningful, but sacred, on fire with the same force that made the stars: love, fellowship, the mystical oneness of all things deep down.

Not that that mystical stuff is necessarily true. The only thing that's capital-T True is that you get to decide how you're gonna try to see it.

This, I submit, is the freedom of a real education, of learning how to be well-adjusted. You get to consciously decide what has meaning and what doesn't. You get to decide what to worship.

Because here's something else that's weird but true: in the day-to day trenches of adult life, there is actually no such thing as atheism. There is no such thing as not worshipping. Everybody worships. The only choice we get is what to worship. And the compelling reason for maybe choosing some sort of god or spiritual-type thing to worship -- be it JC or Allah, bet it YHWH or the Wiccan Mother Goddess, or the Four Noble Truths, or some inviolable set of ethical principles -- is that pretty much anything else you worship will eat you alive. If you worship money and things, if they are where you tap real meaning in life, then you will never have enough, never feel you have enough. It's the truth. Worship your body and beauty and sexual allure and you will always feel ugly. And when time and age start showing, you will die a million deaths before they finally grieve you. On one level, we all know this stuff already. It's been codified as myths, proverbs, clichés, epigrams, parables; the skeleton of every great story. The whole trick is keeping the truth up front in daily consciousness.

Worship power, you will end up feeling weak and afraid, and you will need ever more power over others to numb you to your own fear. Worship your intellect, being seen as smart, you will end up feeling stupid, a fraud, always on the verge of being found out. But the insidious thing about these forms of worship is not that they're evil or sinful, it's that they're unconscious. They are default settings.

They're the kind of worship you just gradually slip into, day after day, getting more and more selective about what you see and how you measure value without ever being fully aware that that's what you're doing.

And the so-called real world will not discourage you from operating on your default settings, because the so-called real world of men and money and power hums merrily along in a pool of fear and anger and frustration and craving and worship of self. Our own present culture has harnessed these forces in ways that have yielded extraordinary wealth and comfort and personal freedom. The freedom all to be lords of our tiny skull-sized kingdoms, alone at the center of all creation. This kind of freedom has much to recommend it. But of course there are all different kinds of freedom, and the kind that is most precious you will not hear much talk about much in the great outside world of wanting and achieving and [unintelligible -- sounds like "displayal"]. The really important kind of freedom involves attention and awareness and discipline, and being able truly to care about other people and to sacrifice for them over and over in myriad petty, unsexy ways every day.

That is real freedom. That is being educated, and understanding how to think. The alternative is unconsciousness, the default setting, the rat race, the constant gnawing sense of having had, and lost, some infinite thing.

I know that this stuff probably doesn't sound fun and breezy or grandly inspirational the way a commencement speech is supposed to sound. What it is, as far as I can see, is the capital-T Truth, with a whole lot of rhetorical niceties stripped away. You are, of course, free to think of it whatever you wish. But please don't just dismiss it as just some finger-wagging Dr. Laura sermon. None of this stuff is really about morality or religion or dogma or big fancy questions of life after death.

The capital-T Truth is about life BEFORE death.

It is about the real value of a real education, which has almost nothing to do with knowledge, and everything to do with simple awareness; awareness of what is so real and essential, so hidden in plain sight all around us, all the time, that we have to keep reminding ourselves over and over:

"This is water."

"This is water."

It is unimaginably hard to do this, to stay conscious and alive in the adult world day in and day out. Which means yet another grand cliché turns out to be true: your education really IS the job of a lifetime. And it commences: now.

I wish you way more than luck.



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Sobre los talleres literarios



Nota sobre talleres literarios y mis experiencias personales.


Colectivo literario Octubre Alfil 4, rejuntado de talleres literarios y similares, El Farolito, 1994
Arriba:David Maradiaga, Isaac Rojas, Mauricio Molina, Sandra Zuñiga, Alejandra Castro, Meritxell Serrano
Medio:Natalia Esquivel, Esteban Ureña, Juan Murillo, novia de Patrick, Patrick Cotter
Abajo:Rafael Azofeifa, Melvyn Aguilar, Diego Montero
En esta foto faltan aproximadamente el 90% de los miembros de OA4



Sobre los talleres literarios

Los talleres artísticos y artesanales –ateliers- tienen una historia antigua, pero siempre se vieron restringidos a la producción material de objetos que requerían la participación de más de una persona, fueran estos esculturas, joyas, espadas, etc. Pero el término, aplicado a una de las ramas de la literatura, se usó por primera vez hasta 1905 cuando George Baker creó el 47 Workshop como una extensión de una clase de dramaturgia que impartía en Harvard. Ese Workshop, o Taller, fue el primero ofrecido por una universidad como parte de su curriculum y había sido concebido como un lugar en el que sus alumnos pudieran montar obras de teatro a modo de preparación para entrar en el mundo de la producciones teatrales comerciales con alguna experiencia bajo el cinto. La dinámica estaba basada en las producciones teatrales renacentistas en la que las tropas de teatro discutían abiertamente la mejor manera de montar la obra, contradiciendo si era necesario, al autor, sin importar si este era un bardo o El Bardo. El nombre de Taller se lo apropió Baker de las escuelas vocacionales que en la época instruían a los inmigrantes en oficios manuales para que pudieran integrarse al proceso productivo de los Estados Unidos, algo parecido a lo que él quería hacer con sus alumnos. Se entendía, en 1905, que el término Taller tenía un carácter metafórico.

El Taller es ya, cien años después, una institución añeja que ha trascendido la instrucción literaria y se ha convertido en una metodología de trabajo para cuando es necesaria la participación de muchas personas de un modo relativamente democrático con intención de producir un único resultado; favorecido, por ejemplo y típicamente, por las ONG como formato para obtener resultados representativos válidos.

El taller literario es también actualmente la metodología estándar para los cursos de Escritura Creativa –herederos de los de Baker- en las universidades de Estados Unidos, en los cuales el procedimiento normal es que el director, que debe ser un escritor publicado, se limita a moderar las intervenciones de los participantes del taller, que comentan la obra que alguno de ellos haya leído para esa ocasión. Es costumbre que el director no opine sobre como resolver los problemas de la obra, aunque está autorizado a hacer observaciones sobre lo que está mal. El autor no debe explicar el texto que leyó, ni debe defenderse, debe, preferiblemente, limitarse a escuchar.

Este procedimiento lo que busca es suministrarle al escritor una retroalimentación cruda sobre cómo sus lectores verán la obra que está construyendo; una especie de muestreo. Pero la lógica de quid pro quo del taller, para que funcione, obliga a que todos los lectores sean siempre también escritores. Y lo usual es que no sólo sean escritores sino que además sean escritores en ciernes, por decirlo de algún modo, que están aprendiendo a su vez, y que en algunos casos no estarán en la mejor posición para corregir al autor. De modo que se ofrecen todo tipo de opiniones en los talleres, a veces útiles, a veces inescrutables, usualmente sobre cuales partes hay que cambiar en el texto; y por una especie de física de los vasos comunicantes, durante las múltiples y sucesivas participaciones en los talleres se va forjando una amalgama de estéticas que por último tiende a convertirse, a través del tiempo, en la estética particular de ese taller y que tiende a ser invisible a los miembros del taller como lo es el agua al pez.

El taller literario, además, es a veces entendido por algunos participantes como un lugar en donde se llevan a reparar cosas que están rotas –la interpretación literal del término-, de modo que se presentan al taller con la esperanza de que su cuento o, con mayor frecuencia, por lo manejable de su extensión, su poema, pueda ser traído a la vida por la permutación de sus partes a manos de los hábiles compañeros del taller. Otros, como es lógico en cualquier grupo con variedad de temperamentos, ven con horror esta idea de la creación como un ejercicio del consenso grupal –quién puede saber mejor que el autor cómo decir lo que quiso decir. En ocasiones, el director de taller puede, inadvertidamente o con alevosía, implantar su estética como la estética del taller, haciendo comentarios que inevitablemente llevan el peso de pertenecer al autor más digno de ese nombre en el taller. Otra peculiaridad de los talleres es que no pocos encuentran en la rutina de las reuniones semanales un sucedáneo de la disciplina de la que carecen para producir una obra continuada cuya recepción, de otro modo, podría retardarse por años, la versión literaria de la madre que despierta al muchacho que no puede levantarse por sí mismo a la hora que le toca para ir al colegio.

No todo es malo en los talleres, por supuesto. Se aprende mucho de los compañeros. Se aprende del director. Se aprende también a ignorar oportunamente el consejo absurdo de algunas personas. Se aprende en carne propia el dolor del menosprecio o el de ser criticado en público –algo que no sucede en ninguna otra parte en nuestro país de la sonrisa infranqueable- antes de publicar el primer libro, que viene a ser el inicio de un silencioso apostolado en ese tipo de sufrimiento. Se siente, por primera vez, la alegría de recibir un elogio, no siempre bien intencionado, pero que se acepta con gratitud.

Los talleres no son sustitutos de clases de redacción, no suplen las mañas gramaticales y ortográficas adquiridas voluntariosamente en la escuela a pesar de los desvelos de la maestra, no son sustitutos convenientes del diccionario, no deberían ser lugares para hacer ejercicios del tipo: escriba sobre un enfermo terminal pero no mencione la enfermedad ni la muerte. En fin, que por cortesía al que escucha, uno debería presentarse siempre con la receta terminada, en vez de llegar con los ingredientes bajo el brazo. Estar en un taller no releva a sus participantes del trabajo de deben hacer a solas.

Pero quizá lo más importante que se obtiene de un taller es algo que pertenecía, a finales del siglo XIX y principios del siglo XX, a los cafés: la tertulia y la camaradería literaria. Lo que hacían Tzara y Breton y los dadaístas en el Café Terrase o Borges, Silvina y los otros en algún café de la Calle Florida; lo que hacen los escritores de toda índole cuando se encuentran fuera de toda rigidez metodológica: discutir lo que leen y lo que pasa en el mundo y lo que pasa en sus vidas. Es cierto que también conversan sobre lo que escriben y que en ocasiones se intercambian los escritos para obtener opiniones o aún correcciones, pero estas son siempre lentamente ponderadas por quién en ese momento ejerce la crítica, pensadas con cuidado y cariño y no improvisadas al calor de una apresurada intervención ante el grupo.

Verdaderamente de lo que se trata la tertulia y la camaradería literaria, entonces, es del estímulo, del estímulo intelectual y artístico y no del enderezado y pintura de un texto particular. No se aprenden preceptos en los bares o los cafés, se avientan opiniones como gallos de peleas, por el puro placer de ver la sangre y de horrorizarse mutuamente. Pero finalmente los escritores, con el recuerdo de esos resplandores en el ojo, se van a su casa, a la soledad en la que escriben y en la que escribirán y en la que han escrito siempre, a ganar en batalla cada línea, cada palabra, contra el único lector que opinará sobre cada línea y cada palabra que escriban, el culpable de la pieza final, que cómo tal, para gloria o vergüenza, debe firmar lo que resulte.



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