La ruta de los bárbaros, José Rojas Alfaro



La ruta de los bárbaros, reseña de la colección de relatos de José Rojas Alfaro.


La ruta de los bárbaros
José Rojas Alfaro
150 páginas
Editorial Costa Rica, 2005

De San Antonio de Belén, tristemente para ese pueblo, es mi familia paterna, una turba famosa únicamente por sus desmanes y excentricidades y entre cuyos miembros varones, se rumora en el pueblo, se podrían ajustar mil años de soledad y por lo menos otros tantos de cárcel. Belén fue dónde Aquileo Echeverría abrió alguna vez una pulpería que no era otra cosa que una excusa para espiar comentarios machistas de los mercaderes de leña para luego reportarlos con toda la mala intención en sus Concherías. En ese pueblo pintoresco, en las faldas de Alajuela, tierra de la sátira dolorosa, vive José Rojas Alfaro, autor de La Ruta de los Bárbaros, premio Editorial Costa Rica 2003.

La nota de autor del libro reporta, sin pestañear, que Rojas Alfaro se dedica a la agricultura, a leer a Borges y a Herodoto y a bosquejar nuevos cuentos y ensayos teológicos. En mi ya esos datos son suficientes para despertar la curiosidad. Que se puede esperar de alguien que se dedica al anacrónico oficio de sembrar para cosechar que sucesivos gobiernos se encargaron de acercar a la extinción a finales del siglo veinte y que además lee a Herodoto y le gusta la teología. La Ruta de los Bárbaros no defrauda y es tan sincrético como las pistas que tenemos nos han inducido a creer. Este libro de Rojas Alfaro es un gran libro, una colección sorprendente de cuentos inesperados que hablan de La Habana, San Antonio de Belén, Bangladesh, Mesopotamia, Puerto Limón, China y la isla de Ometepe en el Lago de Nicaragua, que cuentan tanto la historia de un combatiente deportivo de principio de siglo veinte en Costa Rica o la de Gengis Khan, la de un grupo de niños que buscan justicia por mano propia en algún pueblo local o de la soberbia de un emperador que condena a ruinas a su ciudad en la cuna del Éufrates, de un marinero tico que termina flotando en las aguas mansas donde habitan tigres come hombres o el asesinato de un gamonal nicaragüense.

La Ruta de los bárbaros, además de abundar en asuntos interesantes, es virtuoso en casi todos los otros aspectos dignos de mención en una colección de cuentos. Hay cuentos, por ejemplo, de construcción impecable y cuyo sorprendente final no nos asombra por lo que revela sino por lo que deja en penumbra, como es el caso de La Invasión. En otros, como en Una tarde en familia, el desarrollo cabal de un narrador caprichoso, irritable, despreciado por su abuela y por mucho demasiado sofisticado para la vida de pueblo en la que se encuentra atrapado sirve de contrapunto a otros personajes cuyos niveles de testosterona rebasan por mucho los limites legales permitidos. En casi todas las piezas nos sorprenden además imágenes que dejan su estampa indeleble en la memoria y el imaginario del lector, entre ellos los ojos de un tigre que arremete en la noche ("levanto la linterna y el nervioso reflejo sobre las ampollas de agua se quebró con el fulgor reposado de las dos gotas de lava que se aproximaban"[p.100]) o el silencio definitivo y previo a un desenlace de la trama ("Sintió que aquel silencio total le penetraba hasta vaciarlo del cuerpo, tanto, que en torno suyo solo quedó un hilo de silencio capaz de quebrarlo el torrente de luz, el pendón grana ondeando al otro lado de las puertas del a ciudad, la sibilina de los sables desenvainando: a menos de un palmo el tupido haz de puntas le ceñían."[p. 130]).

Un cuento en particular, Juan Navarro, el coco, conjuga a mi parecer todas las posibles virtudes de este libro en el paquete más eficaz y a la vez más familiar para el lector local. Juan Navarro es la historia de un peleador, el último de su estirpe, que peleaba únicamente para medirse con oponentes dignos y cuyo estricto código de honor y la violencia que ésta normativa sufre en el cuento son por mucho peores que los tabiques quebrados que resultaban de las refriegas ordenadas y armónicas que representaban un despliegue de coraje que quizá un mundo que cambiaba ya no requería de sus hombres. Juan Navarro, el coco, es una reelaboración y extensión del tema de Un matoneado de Salazar Herrera, al cual supera inmensamente, en especial si se tiene en cuenta que el mérito de Un matoneado reside solo en su final sorpresa, mientras que Juan Navarro nos muestra ya no el castigo divino que recibe la cobardía, sino la tragedia que radica en la renuncia del honor y el coraje, cuyo castigo es la transformación del mundo en un lugar sin reglas donde la violencia no tiene ya rienda. Quede constancia aquí de que el cuento Juan Navarro, el coco, es a todas luces un clásico de la literatura costarricense por derecho propio.

Quizá lo que más evidentemente separa a Rojas de todos los otros autores costarricenses es el amplísimo rango de su bagaje lingüístico. El lenguaje en La ruta de los bárbaros es tan protagónico como cualquiera de los personajes y reafirma sin ninguna timidez la idea de que en literatura no importa lo que se cuenta sino como se cuenta. La elaboración profunda de imágenes verbales, la construcción de símiles inesperados pero exactos, la adjetivación deliberada, exitosa y sorprendente, el hallazgo del término o giro más apropiado para decir precisamente lo que se quiere decir es un talento que solo crece y se desarrolla al amparo de lecturas cuidadosas que delatan un amor profundo por el lenguaje y las palabras mismas. Más sorprendente aún es lo cómodo que esta Rojas con este modo de expresión, tanto que no vacila al mezclar el vernáculo más cotidiano con las términos más cultos sin perder el hilo de lo que narra; no titubea para combinar cor-cor y grogui con sedente y tráfago en frases que urden una filigrana hermosísima y hasta ahora inexistente en nuestra narrativa.

Finalmente hay que hacer mención de las influencias de Rojas. En la misma nota de autor se mencionan a Herodoto, Kipling, Chesterton y Borges. No es un secreto que los primeros tres fueron maestros del bibliotecario ciego. De modo que lo que declara Rojas con esas afinidades es una relación de filiación, un linaje. De Borges recordamos el uso deliberado de las palabras, arte que Rojas domina con igual maestría. De Chesterton el juego inteligente, de Herodoto y de Kipling el amor por la anécdota exótica de tierras tan remotas como en apariencia imposibles, tierras mitológicas, por más ubicables que sean en los mapas. ¿Es posible reclamarle a Rojas la influencia de sus maestros, después de que nos ha regalado esta maravillosa colección de relatos? No, no es posible sin pecar de mezquindad. Él mismo se adelanta a esta posible crítica y con la ironía propia de un chiste privado pone estas palabras en la boca del narrador de un cuento intitulado como para formar parte de Historia Universal de la Infamia, Octaviano Sunder Fla, marinero:

Yo no recuerdo haber escuchado su voz acartonada -siempre la mirada fija en los rescoldos del fuego y un calabazo entre las piernas- por otro motivo que no fuera el de referir lo que sigue. Por cierto que poco o nada tiene que ver con rutinas de oficina, obsesiones de solterones kafkianos o rollos de vecindarios que siempre se llaman 'de arriba'; tampoco con quienes el fútbol nos mantiene el pulso vital y estamos fijos en que las únicas historias dignas de ser contadas sucedieron ayer por la noche en Desamparados y Guadalupe. Yo pienso -con nuestras escuelas de literatura- que es inaceptable que un coterráneo busque tema fuera de sus concretísimas circunstancias de tiempo, espacio y sintaxis. Si consigno la historia de Sunder Fla, es para que conste como triste ejemplo de las consecuencias de ser demasiado pretencioso en lo vital, y en lo literario. [p. 80]

Y dicho esto, Rojas toma a su personaje y lo lleva de su barrio en Puerto Limón a las orillas del Ganges para enfrentarlo con un tigre de Bengala. Nosotros, lectores acostumbrados a la prosa de pocas aspiraciones, de pronto nos arrodillamos para admirar la huella del tigre en el lodo, señal de la presencia de algo que por escaso ya casi no logramos reconocer, la aparición de un gran escritor entre nosotros.

7 Comments:

Gustavo Adolfo Chaves said...

No lo he leído, pero tus recomendaciones, como las del Sentenciero, siempre pican. Ya habías mencionado con altavoz este libro en otra reseña, creo... Por cierto, yo pensaba que la pulpería de Aquileo estaba en Barva de Heredia, no en Belén... Los heredianos somos muy territorialistas.

depeupleur said...

Es muy probable que yo me equivoque y vos llevés razón, porque ese dato lo obtuve de mi familia en Belén que acostumbra a traficar en datos falsos que luego resultan en públicas verguenzas de los pobres inocentes que los repetimos.

Admito que traté de corroborar mi exactitud contra la wikipedia, madre de todas las inexactitudes, y ahí ni siquiera dice Heredia. ¡Que vida la de los blogueros!

Al amable lector que reporte una fuente confiable que zanje esta cuestión este blog le estará otorgando como premio una copia usada de Concherías.

Guillermo Barquero said...

Después de terminar de leer "La Ruta de los Bárbaros", comencé a redactar el bosquejo de lo que sería la reseña o la presentación de lo que me quedó del libro. Confieso que me fue difícil llegar al final de eso que quería hacer; por dicha vos te la jugaste de lo lindo y mostrarte lo esencial de Rojas: historias trepidantes (la que le da el título al libro sería un buen ejemplo; también la que mencionás del pleitero profesional Juan Navarro) narradas con un vocabulario y un oficio que podrían despertar la envidia de más de uno. Mi ejemplar lo tengo rayado por todos lados, marcado, con arsteriscos, signos de admiración, etcétera etcétera.
Definitivamente Rojas conoce bien las armas literarias (la lengua que usa), las respeta, las explota, las estira, hace con ellas lo que le da la gana; de eso no pueden salir sino cuentos de alta calidad.

Warren/Literófilo said...

¡Te me adelantaste! Pero bueno, en gran parte comparto lo dicho por vos en esta reseña, es un escritor que no aprece tico, pronto vendrá mía. Muy bueno el Rojas Alfaro.

Warren/Literófilo said...

Ah, Aquileo ni Belmita es, es Fabián Dobles el belemita pero tampoco.

Alexánder Obando said...

Cuando leí a este agricultor, tanto de la tierra como de las palabras, quedé totalmente embelesado. Luego me escribió para saber más a fondo de mi opinión, pero yo estaba en medio de un episodio de... bueno ustedes ya saben, y no contesté. ¡No podía contestar! Cuando finalmente lo hice, me había bloqueado la dirección (o al menos eso pareció). Una lástima. Siempre quise decirle personalmente lo mucho que admiro su libro y lo mucho que disfruté leyéndolo. Ojalá que pueda leer esto. Es a la vez una disculpa y un elogio.

JORGE SOLANA AGUIRRE said...

Gracias por tus consejos.